La llave maestra
Vivo en una ciudad donde el Sol ilumina y calienta de lleno. Una ciudad donde la luz se cuela y verdea los campos. El agua de tres afluentes cruza su corazón de cemento mientras los puentes peatonales se pelean por los transeúntes. En sus riberas, niños y familias enteras se reúnen sábados y domingos. Ahí juegan, descansan, se ejercitan, conversan, pasean y disfrutan de la naturaleza. Esta ciudad, como muchas otras, adolece de un tráfico vehicular que estrangula sus arterias principales. También su crecimiento expandido ha debilitado zonas del antiguo centro que por las noches luce desierto en contraste con el tránsito diurno. La luna brilla casi siempre esplendorosa y suele seguir a los niños que la observan con detenimiento, sobre todo cuando van en la caja trasera de una camioneta en movimiento. Aunque mi ciudad está llena de luz directa y luz reflejo, además de luminarias en sus calles, casas y riberas de los ríos, sorprende la oscuridad. Hay sombras que asaltan, roban, hieren y m...