Terapia
Me encontré con Teresa el 20 de octubre. La vi acercarse a
la mesa de la cafetería con su andar característico, arrastre de pierna,
contoneo de cadera, paso corto, pisada suave acompañada de un leve susurro de
tacón. Un instante y, el tiempo transcurrido retrocedió para mostrarla veinte
años más joven a mis ojos de hoy. Me levanté y le planté un beso en la mejilla,
un sincero gusto me hizo abrir los brazos y estrecharla con cariño. Tanto
tiempo le dije. Ella sonrió y complacida correspondió el comentario con un “y
nosotras seguimos siendo las mismas”. Nos sentamos y dejamos que nuestras
palabras hicieran eco a las de los otros comensales para perderse en los
recovecos de los tiempos compartidos de la adolescencia. Ella se había casado y
divorciado, madre de tres chicos varones y con un trabajo agotador como jefa de
cocina de un negocio gourmet que la hacía atender detalles que a mi me parecían
intrascendentes como aquellos referidos a la presentación de los platillos que
teníamos sobre la mesa. Su cabello corto hasta los hombros se movía mientras
ella descalificaba el corte de los pepinillos y aseguraba que la persona que
había preparado la ensalada ignoraba que mostraba su desprecio hacia sí misma y
su desgano hacia la vida. Primero, traté de evitar que sus comentarios hicieran
mella en mí, pero durante nuestra conversación empecé a notar que ella evitaba
comer los alimentos que consideraba no fueron adecuadamente preparados. La
invité a hacer caso omiso y a comer su ensalada, pero ella renuente se negó y
continuamos conversando. Al final de nuestra reunión y, al pedir la cuenta
solicitó hablar con la persona que había preparado los platillos, en especial,
con aquella que había recortado los pepinillos. La observé incrédula, me
parecía algo exagerado pero guardé silencio y esperé. Apareció tras el
mostrador un joven alto y delgado, ojos taciturnos y con un delantal obscuro.
Caminó hasta nuestra mesa. Teresa le ofreció una silla, le tomó las manos y
viéndolo a los ojos le conmino a sincerarse. El chico, como yo, desconcertado no
atendió a decir palabra alguna y Teresa empezó a explicarle su teoría. El corte
inconexo entre pepinillo y pepinillo, su grosor, el descuido en el filo del
cuchillo, el ángulo, la elevación y, otros pormenores inverosímiles e
invisibles a mi vista fueron puestos en evidencia con una frialdad matemática.
El muchacho continuaba con su expresión congelada. Teresa seguía con su exposición,
pero de la fría evidencia mostrada pasó al análisis de los datos referidos. La variable
A relacionada con la variable B y éstas, a su vez, con C, D y no se cuántas
otras demostraban, primero, que la persona que había realizado esta labor no
tenía compromiso hacia su trabajo; segundo, desconocía la química de los
alimentos, tercero, mostraba incapacidad para relacionarse con las personas;
cuarto, tenía problemas de identidad y, como último y quinto punto, estaba
pensando en el suicidio.
En ese momento, el chico soltó las manos de Teresa y con
ojos de espanto se levantó con seriedad, y muy despacio alcanzamos a escuchar
que decía que estaba equivocada en todos sus puntos salvo en su primera
premisa. Muy atento, se despidió y rápidamente se incorporó a sus labores.
Teresa, todavía pudo decirle, antes de que regresara a la
cocina, que buscara ayuda. Pagamos y ninguna de las dos comentamos nada más
sobre el asunto. Nos despedimos, ella voló de vuelta a California.
En noviembre 02 atiné a regresar a la cafetería para
reunirme con mis amigas del cafecito. Me senté en la mesa de siempre y empecé a
revisar mi teléfono mientras esperaba. En Facebook, un mensaje de Teresa me
decía, “pregunta por aquel chico de la cafetería, hoy es el día que escogió”.
Cerré el teléfono de golpe. Busqué a la mesera y le pregunté por el chico
rebanador de pepinillos. Marcela, la mesera, dijo que desde el 21 de octubre
había botado el trabajo, no sabía nada de él desde entonces. Le pedí me
consiguiera sus datos, pero no había forma. Me senté de vuelta y me convencí a
mi misma que me estaba dejando sugestionar por Teresa y sus obsesiones culinarias.
Llegaron mis amigas y con ellas se disipó todo pensamiento
previo para pasar a los comentarios sobre nuestros hijos y marido, las compras,
los problemas con el gasto, el trabajo, las recomendaciones y todas esas cosas
que hablamos las mujeres cuando estamos juntas.
Del chico, no supe más. De Teresa, en cambio, me enteré que
recientemente abrió un centro virtual terapéutico en trastornos de personalidad
para jóvenes que, mediante redes sociales detecta condiciones riesgosas
suicidas. La detección considera subir un
video donde el paciente prepara una ensalada, dicho video se analiza en
los términos propios del programa diseñado por Teresa, se proporciona un
diagnóstico y se ofrece una terapia basada en el aprendizaje de técnicas
culinarias. Una universidad reconocida en California ha certificado la validez
del método al realizar evaluaciones y seguimiento periódico de los pacientes
incorporados al programa, así como a sus familiares directos y amigos
confirmando que la salud no depende solo de la composición química y balance de
los alimentos, sino también de la actitud hacia la propia preparación física de
los alimentos. Los estudios revelan que no solo el paciente mejora su salud
emocional sino también quienes comen sus alimentos.
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