Hacer frente al miedo

Hacer frente al miedo.
Empecé el viernes con la visita al médico.
El dolor de cabeza frecuente y los antecedentes de papá y hermana me empujaron a enfrentarme al primer temor: claustrofobia.
Angioresonancia craneal fue el estudio. Aún desconozco el resultado, ese es otro temor por enfrentar.
Entré a ese espacio presidido por el artefacto que liberaría sobre mí un campo magnético para descubrir ese entramado de mi telaraña circulatoria cerebral para detectar posibles cortes e infranqueables abismos que pueden llevar a la oscuridad de la muerte o a la luz verdadera, dependiendo de como se asuma.
He de recalcar que cuando me explicaron que encarcelarían mi cabeza y me introducirían en ese tubo espacial con ruidos psicodélicos, chasquidos y quejidos con cadenas, inmóvil por al menos una hora, mis piernas flaquearon y pregunté otra opción. Con costo extra, era la anestesia suministrada para relajar.
Recapacité y pedí tiempo para hacerme a la idea. No es fácil sentirse confinada a un minúsculo espacio sin oportunidad de moverse ni estirarse. La idea de estar soterrada viva es un temor reincidente de mi adolescencia aderazada por lecturas de misterio. Asi que aduje formas para entretener a la loca de la casa que, seguramente, estaría sin tregua hablando en mis oídos y jugueteando con mis más aciagos temores.
Sabía que no podría callarla facilmente. Y asi fue.


Me armé de valor y de algunas herramientas mentales. Me acosté y me acorazaron la cabeza, amortajaron mi cuerpo con sábanas tintas y bajo mis rodillas colocaron un almohadón de soporte. Iba a cruzar mis manos sobre el pecho pero las bajé a la altura del estomago. No sería una Julieta en espera.
Recordé mi sueño de ser astronauta y me aferré a esa idea, mientras la tarima se movía lentamente para embonar en el tubo magnético y mis brazos sentían el frio del espacio. Con los ojos cerrados empecé a forzar a la loca a alejarse de sus miedos y a imaginarse en una estación espacial desde donde, pronto vería al planeta azul por la ventana ovalada mientras los ruidos de la máquina revelaban música digital de las galaxias. Por segundos podía envolverme en esa fanfarria por mí imaginada. También recurrí al Padre y muy quedo musité alabanzas y oraciones que me ayudaban a silenciarla a ella, la loca. Ella que me decía no estás en el espacio, estás asomándote al tiempo infinito e inexistente donde la vida no existe ni la muerte. Estás en un hoyo negro que te absorbe y te lleva lejos, fuera de tí.
Respira, me decía entonces. Profundo, no pienses, quédate en blanco, aquieta la mente. No pasaba mucho cuando de nuevo, ella aducía a la imaginación y me llevaba a la playa donde el aire y el sol me daban en la cara. Escuchaba el bramar de las olas y sentía el beso húmedo y cálido de las aguas en mis pies descalzos que luego tenían frío.
De pronto, tiempo en reversa, la tarima en desacople, pensé que ya había pasado la hora pero no. Houston tenemos problemas, la primera secuencia arrojó interferencia. Asi que el regreso me liberó un poco pero, de vuelta a la celda aproveché para pedir que me taparan los pies helados. De nuevo, la cuenta atrás y volví a ese abismo de mi mente inquieta.
¡Qué terror el enfrentarse a sí mismo!. Hablarse y ser resiliente. Recordé entonces el domingo pasado cuando corria diez kilómetros. Esa sensación de libertad de correr en medio de la solitaria calle principal de cara al viento. Apenas ayer el tiempo pareció detenerse cuando camino a la oficina las hojas susurrantes me llamaron y atenta aprecié el instante. Percibí un aroma de tierra fresca y olor a hierbas mientras mi pelo, revuelto se despeinaba. Aspiré y expiré profundo, por ese momento mi memoria episódica tomó control y olvidé el ahora. Seguí en el trajín de estirar y aflojar recuerdos, anhelos y miedos. De vez en vez abría los ojos y miraba al frente. Seguí así y de nuevo, salí del tubo. Me mantuve quieta, esperando ser liberada. Pero, otra vez, falsa alarma. Me colocaron en el dedo un medidor de frecuencia cardiaca y, de nuevo el despegue. Doce minutos hacían falta.
Traté de apaciguarme mientras mojaba mis labios secos. Temblaba, sentí mi cuerpo trémulo y el corazón a ritmo lento acompasaba mi lánguido respirar. No había más que esperar. La loca lo entendió al fin y sigilosa en la esquina se había sentado a esperar. Con los ojos cerrados la ví, vencida, sosegada, con ojos curiosos, expectante. Más de una hora reinando en mí y yo subyugada e incapaz sucumbí a sus desvaríos, cansadas las dos continuamos respirando. Cuando el tiempo por llegar, lo hizo al fin y fue nuestra cabeza liberada, ninguna tenía control sobre el cuerpo tendido. Estabamos cansadas, la tensión acumulada estaba disipada. Tomé la iniciativa e intenté levantarme. Ella se quedó ahi dentro, aletargada, mientras yo, autómata, me levantaba. Escuché apenas la voz de la radióloga diciendo que había pensado que no lo lograría. Fue entonces cuando sentí que la loca, recién recuperada, me daba la mano, y nos sentimos fuertes. Un instante, nada más porque apenas doblábamos la esquna y aún desconocíamos lo que más adelante vendría.

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