Diario de un viaje
Al lector: Esta es una relatoría de un corto viaje a una ciudad cosmopolita hecho por una madre y su hija. No pretende ser sino el descolorido recuerdo de una vivencia en un tiempo y momento determinado de quien aquí escribe y, quizá la versión de una y otra no sea la misma, aunque ambas sean mujeres, sus edades, intereses y visión de la vida son distintas. Aquí la versión de la madre.
Hemos arribado a Nueva York entre el 9 y el 10 de julio, en el intersticio de la medianoche y el nuevo día. Bajamos del avión después de cinco horas de vuelo desde Guadalajara, tiempo en el que traté de dormir aun y con la ansiedad a cuestas de mis eternos e intrínsecos temores de siempre. Este viaje producto del destino, me ha hecho enfrentarme a los miedos con los que fui educada. Y mi compañera de aventuras, es esa niña de 4 años con rizos a la que hemos tratado de educar en la confianza y en toma de riesgos sin miedos, ahora con veinte años más a cuestas y ávida de experiencias de vida.
Tomamos nuestras pertenencias y nuevamente, reviso por enésima vez en mi bolsa, los pasaportes y visas para pasar a esa oficina de migración en el aeropuerto JFK donde en largas filas nos disponen para presentarlos a un mudo oficial que a señas nos indica darle la documentación, revisa e indica que coloquemos nuestras huellas en aparato digitalizador. En esa enorme sala nos aglutinamos personas de razas y naciones distintas, una especie de actual torre de babel. Aquí la moda es indistinguible, cada quien viste a placer. Algo que durante todo el viaje permanecerá constante.
Después de obtener el sello de permiso en nuestros pasaportes recogemos la maleta de cada una en las bandas. Nos dirigimos a la salida donde con letreritos, globos y pancartas reciben a quienes tienen familiares. Nosotros pasamos de largo y empezamos a observar los medios por los que podemos llegar al hotel. Tenemos la reservación hasta las 2 pm y son las 2 am. Doce horas de por medio. Previo al viaje habíamos revisado opciones y, por costo, nos habíamos decidido por utilizar el metro
y para ello debíamos tomar el airtrain. Así que buscamos como llegar a la estación del airtrain, sin embargo, desconocíamos como funcionaba. Leímos rápidamente un folleto que nos dio una idea del funcionamiento. No habían pasado dos minutos cuando ya estábamos viajando entre las estaciones del JFK y enfilándonos hacia la salida del metro. En la salida debíamos pagar airtrain y subway, así que compramos en una máquina una tarjeta "metrobus" y la recargamos con la cantidad necesaria para el recorrido que habíamos estimado considerando que haríamos la ruta E hasta la estación 50. Hasta ahí todo iba muy bien, salvo cuando salimos y entramos a la estación del metro que estaba totalmente desierta. Un hombre entrado en años nos dijo que la estación no estaba funcionando en fines de semana ni dentro de los horarios de 11 pm a 6 am pero que había autobuses gratis que nos llevarían a la estación más cercana que estaba en funcionamiento. Salimos a la ciudad jalando la maleta y las calles estaban vacías, oscuras y con muy poca circulación de autos. La zona era en Jamaica Queens, con alto nivel de inseguridad, cosa que en ese momento ignorábamos. Así que muy confiadas nos dirigimos a la esquina para ver donde tomábamos el camión, permanecimos ahí unos segundos y unos hombres de color que platicaban nos preguntaron si buscábamos el autobus hacia el metro. Les confirmamos que sí y nos indicaron que estábamos en la esquina incorrecta, nos señalaron hacia el otro lado y ahí nos encontramos con otros pasajeros que igual que nosotras buscaban el camión. No tardó en aparecer y nos trepamos a él ya con cierto esquemor por la soledad y el color marrón y gris que la madrugada esparcía dando un tinte tenebroso a nuestra primer vista de Nueva York. Dos intentos hice por bajarme del autobus pensando que habíamos llegado a nuestro destino, hasta que el conductor me dijo muy serio que sería en la última parada "last stop". Así que esperamos la señal de last stop, donde nos bajamos y nos adentramos, nuevamente a las entrañas de esta ciudad que no duerme de Sinatra pero que en estos instantes me fue siniestra. En esta estación tomamos el metro de la ruta E, en el trayecto permanecimos calladas y sólo una que otra vez nos vimos con extrañeza, mi hija y yo, cuando subían y bajaban nocturnos citadinos. Frente a nosotros, una señora
con tres hijas y con maletas nos daban cierta confianza y compañía.
Llegamos a la estación destino, 50, mi hija mostraba un aplomo de chica de mundo, vaya pensé, ahora ella es la que me cuida y guía y, de alguna manera, di gracias a esa decisión dificílisima de que hiciera viajes sola desde los 17 aunque para mí hayan sido tan terribles por mi insufrible y terrorífica imaginación. Nos bajamos y en el andén había que identificar cómo llegaríamos ahora al hotel que aún estaba lejos. En la estación no había un alma, de repente entraron dos jóvenes corriendo y riendo, como escondiéndose. Mi hija con su celular trataba de orientarse y decidió llamar un uber. Salimos a la calle y esperamos pero no llegó el auto. Un taxi amarillo paró frente a nosotros y amablemente nos invitó a subir, así que le dimos las calles y nos llevó hasta nuestro destino. A las 2:40 am llegamos al lobby del hotel, solicitamos apoyo para guardar las maletas y permiso para permanecer en los sillones del hall mientras amanecía y llegaba la hora de hacer válida la reservación.
El hotel Belnord es pequeño pero muy cuidado en su apariencia, de paredes blancas con una pequeña vista de madera azul tiffany. Cuenta con mucha iluminación con spots y candiles de cristal que hacen juego con pequeñas mesas, también de cristal, adornadas con jarrones transparentes llenos de flores de colores. En la sala azul del lobby hay dos sillones loveseat y una pareja de sillas muy elegantes. También tienen una pantalla que muestra entrada y salida de aviones en el aeropuerto JFK y una pantalla de televisión grande y muda donde aparecen noticias locales del canal 1 Spectrum. En uno de esos loveseats estuvimos de 2:40 am a 6:00 am, tratando de dormir un poco mientras esperábamos, "like homeless" decía mi hija. No dormí, permanecí ahí como almohada de esa niña que se revolvía sobre mi regazo mientras veía las noticias que se repetían una y otra vez. Mencionaban la violación de un mujer en Queens que había salido de la iglesia (di gracias a Dios por habernos hecho llegar con bien), también la muerte reciente de una mujer policia. A lo que más atención ponía era a la información del clima, pues con ello haríamos nuestro itinerario. En este tiempo de espera vimos entrar y salir diferentes personas del hotel, algunos fuera de nuestros estándares locales pero que no vimos mal al estar en una ciudad cosmopolita como esta. El personal del hotel fue amable y nos entregaron claves de Internet para cuatro días así que estábamos comunicadas y revisamos redes sociales por un tiempo. Para las 6 am decidimos salir y conocer la ciudad ya con la claridad del día en sus calles. Iniciamos por la avenida 87, en la calle Broadway nos llamó la atención un hombre que orinaba en un bote de basura y nos preguntamos que más encontrariamos cuando en una de las calles principales del alto Manhattan sucedía algo como esto. Seguimos caminando hacia el oeste observando la arquitectura de las viejas casas y edificios en remodelación hasta llegar a la ribera del
Hudson donde nos asomamos al jardín entre la vía rápida y el río. Vimos un trailer y posters de que por ahí cerca filmaban una película. En el jardín había algunas pesonas ejercitándose y nosotros continuamos caminando ahora hacia el este por la calle 86. Nos llamaron la atención los negocios, las casas y, grandes cantidades de basura producto de los múltiples hogares de esos altos, espigados y algunos muy angostos, edificios. Llegamos a Central Park y nos encantó la atmósfera verde, deportiva y perruna del lugar. Caminamos al azar por entre los andadores, leyendo carteles de información (después nos dimos cuenta que algunos no estaban en el lugar adecuado o no eran suficientemente informativos). Los perros eran los reyes entre 6 y 9 am podían soltar sus correas y correr, después de esa hora solo eran permitidos con correa. Así que vimos perros grandes, chicos, medianos, de diferentes razas y colores al igual que sus dueños. En el jardín Shakespeare, llamado así desde 1916 para celebrar los trescientos años de su natalicio, nos detuvimos a tomar algunas
fotografías y a observar las plantas y flores que son mencionadas en sus obras.
Luego anduvimos hasta el Castillo Bélvédere de estilo gótico y romanesco que data de 1869 donde se tiene una vista panorámica hermosa de la ciudad. En la torre del castillo desde 1919 se tienen dispositivos para observar el clima de la ciudad. En este recorrido descubrimos al obelisco conocido como Cleopatra's Needle que data del año 1450 A.C. y fue donado en el siglo XIX a Nueva York. Leímos algunas de las traducciones de sus inscripciones y admiramos con los primeros rayos del sol esa piedra labrada hace muchos siglos en una región distante. Continuamos caminando hasta identificar el Museo Metropolitano de Arte al que iríamos en la semana, y volvimos hacia el parque reconociendo otras áreas. Mientras tomábamos un descanso en una de las bancas vimos que ya habían pasado casi dos horas. Caminábamos de regreso cuando llegamos a una terraza conocida como Bethesda Terrace desde la que vimos personas en la explanada próxima a la fuente de Bethesda, cuyo punto central es una escultura neoclásica de un ángel.
Ibamos a bajar para aproximarnos ahí pero nos detuvimos porque leímos un cartel que decía algo así como, en este lugar se graba una nueva película, usted puede bajar y formar parte de ella, al hacerlo nos autoriza a utilizar su imagen. Así que decidimos observar mejor sobre la terraza y asomarnos hacia los arcos abajo donde el director giraba instrucciones, algunos trabajaban en un montacámaras móvil y una grúa acercaba una cámara hacia una joven en el centro. Alrededor de la fuente, en sitios estratégicos había jóvenes en distintas posiciones casuales pero que al dar inicio la toma a la señal del director se conformaban parejas y en una linda coreografía bailaban. Casi las 8 am y era comprensible la elección de lugar, la hora y la luz irradiaban una energía angelical al momento. Además eramos pocos los transeúntes así que pocos mirones también. Dejamos la terraza con una interrogante, ¿cuál sería la película? ¿nos tocaría verla alguna vez? ¿la reconoceríamos? Continuamos nuestro camino, hacía hambre y era tiempo de desayunar algo. Caminamos por la calle 72 y encontramos un lugar, Le Pan Quotidien, previo a llegar a Columbous Av. y obtuvimos un desayuno vegano muy ligero para nuestra hambre y cansancio.
Al salir de ahí bordeamos la avenida Central Park y en una esquina de la calle 76 nos detuvimos a descansar en una banca. La falta de descanso nocturno, el esfuerzo y el ayuno empezó a hacer estragos en mi cabeza con pequeñas pulsaciones pero aún era temprano para regresar. Así que al pasar por el Museo de Historia Natural decidimos entrar y compramos ahí el CityPass, un conjunto de 6 atracciones de la ciudad. Iniciamos nuestro recorrido por el museo, aunque en lo personal lo sentí forzado y deambulé por entre las vitrinas arrastrando los pies con naúseas y dolor de cabeza. Mi hija,
por el contrario, destellaba luz e iba de una área a otra. No había mucha gente pues era temprano. Así pasamos hasta las 12 pm que era la hora de una película astronómica incluida en nuestro boleto. Nos dirigimos hacia la sala en un elevador espacial, que recuerdo vagamente muy psicodélico, donde se nos dio la introducción y luego pasamos al auditorio redondo que para mí fue un descanso aunque las imágenes 3Dmax del espacio en conjunto con el vaivén de mis neuronas no me permitieron seguir el documental. Cuando salimos le dije a mi hija que era hora de volver al hotel para tratar de descansar porque mi dolor de cabeza no disminuía aunque ya llevaba dos pastillas. Así que llegamos un poco antes de las 2 y nos dieron la habitación prometida.
Nos adentramos por un pequeño elevador al piso 4, al abrir las puertas nos recibió un espejo y una mesita de cristal con flores que amplificaba un poco el espacio de ese estrechísmo pasillo. Vuelta a la izquierda, luego tras cinco pasos una semivuelta a la derecha para volver a torcer a la izquierda (en ese trayecto pasamos algunas puertas con número) en ese instante me sentí un pequeño ratoncito blanco en un limpio y estrecho laberinto, también blanco vestido con una línea azul. Agradezco ahora que no había un espejo para no verme esos ojos rojos y redondos producto de mi malade a la tete.
Al abrir la habitación, entramos a ese minúsculo cuarto de muñecas que me pareció mucho más
pequeño que en la fotografía de Internet que había visto. Sobretodo la sensación espeluznante que me produjo una ansiedad claustrofóbica y que me hizo buscar la ventana. La encontré a escasos 8 pasos frente a mí, en la pared donde terminaba el cuarto. Por un lado, la puerta al baño y las dos pulcras camas en litera, por el otro lado, un pequeño escritorio y al frente la pared con su ventana. Me asomé y unos 38 centímetros separaba el cristal de nuestra ventana del edificio contiguo, quize ver el cielo e intenté abrir la ventana para sacar la cabeza. No lo logré, estaba asegurada. Pegué mi cabeza al cristal pero lo único que alcanzaba a ver era el alféizar del edificio de enseguida. Comprendí que debía relajarme y acostarme. Mientras tanto, mi hija ya había subido la escalera y se había tumbado en la cama superior. Apenas me di cuenta de que cada cama tenía un televisor en los pies, o en la cabecera, dependiendo de como nos acomodaramos. Traté de calmar mi ansiedad con unos segundos de respiración y me acosté pensando en el amplio espacio de Central Park que acabábamos de disfrutar. Pensé en esos pobres perritos que habrían de vivir en pequeños espacios dentro de esos larguiluchos edificios y que, con razón, se sentían tan afortunados al caminar sin correa por un tiempecito en ese pulmón verde en el centro de la ciudad. Así, había pasado de ser ratoncillo, luego muñeca a un perrito desolado por el encierro. Cerré los ojos pero el punzante dolor no paraba. Sonó el teléfono, respondí y era mi hermana que preguntaba como habíamos llegado. No recuerdo mucho del momento porque mi conciencia no estaba despierta pero creo que le dije que bien y que ibamos a dormir. Así que después de eso creo que dormimos al menos dos o tres horas. Nos despertamos con hambre y había que aprovechar el día, salimos a caminar entre las calles ahora en dirección al norte sobre la avenida Amsterdam. Caminamos varias cuadras y no atinábamos a entrar a algún lugar. Al final llegamos a un restaurante que tenía unas mesas en la banqueta y que se veía agradable. Nos sentamos y pedimos unos vasos de agua y la carta. La elección fue una pizza, pequeña para nuestra hambre y demasiado grande para comerla completa. Era rectangular, partida en recuadros y con dos pedazos estuvimos demasiado llenas. Creo que con los nervios del viaje, la ansiedad a cuestas, el cansancio acumulado y el poco sueño,nuestro estómago se había hecho nudo. Así que pedimos nos la empacaran para llevar. Nos quedamos en la mesa mirando la gente pasar. Jóvenes en bicicletas, señoras con perros elegantes, hombres corriendo con ropa deportiva, parejas con bebé en carriola, y también autos de lunes por la
tarde. Después de pagar, nos levantamos de la mesa y nos incorporamos al flujo de traúnsentes, serían otros los ojos que nos mirarían y adivinarían, por nuestro caminar errado de descubridor, que éramos turistas, madre e hija, sintiéndonos dueñas del tiempo y al mando, aunque pérdidas en las calles del alto Manhattan. Regresamos al hotel caminando por la calle Broadway donde encontramos un súper con todo su frente repleto de cajas y cajas de hermosas frutas.
Aprovechamos y compramos uvas y moras azules. El dolor de cabeza, apaciguado con la pizza y con algunas uvas lavadas en el lavabo del hotel nos propocionó vitaminas para arriesgarnos a estirar más nuestro primer día de independencia en Nueva York. Serían ya las 7 u 8 cuando decidimos ir en metro a Times Square. Previo a la salida, Virna Sofía consultó una App del metro bus. Todo parecía funcionar bien. Consultamos donde podíamos tomar el metro y la estación estaba a una cuadra por la calle 86. Nos encaminamos hasta allá y, mientras lo hacíamos, vimos posibles restaurantes para por la mañana desayunar e ir planeando las salidas del día martes. Volvimos a usar nuestra tarjeta del metro que hubo que recargar. Unos minutos más escuchamos, el arribo del vagón y nos montamos en él. Un calor sofocante sentimos en la estación pero más lo era dentro de ese carromato, algo que debería habernos dicho algo o, al menos, hubiéramos presagiado lo que, más adelante, nos esperaba.
No había corrido ni unos 500 metros cuando el vagón disminuyó su velocidad. Por las ventanillas observamos hombres reparando las vías, las llantas se deslizaban despacio con pequeños quejidos metálicos mientras las llamas de los soldadores daban un tétrico espectáculo en las paredes internas
de este gusano de metal relleno de gente multicolor que por igual destilaba sudores. Un respiro de alivio pareció escucharse cuando la velocidad se normalizó. Más no tardamos en aflojar el cuerpo cuando el metro paró en seco. Mi hija y yo nos volteamos a ver con ojos de expectativa. Un hombre de color agarrado a un tubo con una mano y, la otra como con un diario, empezó a cantar. Un chico con audífonos y de ojos cerrados se mantuvo así en todo el tiempo. Otros dormían, unos más inmutables y sin expresiones esperaban en sus lugares. Pasaron los minutos, cinco, diez y mis nervios empezaron a levantarme los pelos de punta. De noche, en medio de una enorme ciudad y no porque estuviéramos en El Centro, sino literalmente, en medio de la tierra, bajo las entrañas de esta caliente urbe. Recordé las múltiples películas de acción, si esto no se movía habríamos que salir y caminar por estos lugares lúgubres, calientes y llenos de ratas. Ni en mis sueños más espeluznantes me había podido enfrentar a esta idea. Aún y cuando la Cinderella de Nueva York nos hiciera creer que son agradables criaturas. Y de pronto, ya no escuchamos el canto del hombre sino una letanía contra Trump, todo por su culpa decía aquel. Veinte minutos infernales por la miríada de pensamientos del Día después de mañana hasta las ratas asesinas, pasando por atentado en la estación 53 que cesaron cuando volvió a encenderse y caminó hasta llegar a la estación Columbus Circle. Todavía faltaban tres estaciones para nuestro destino final. Pero nos lo adelantaron, porque por micrófono anunciaron que hasta ahí llegábamos. El metro fue suspendido. Hubo que bajar y subir a la calle. Volvimos a respirar aire y agradecimos estar de vuelta en la superficie como si hubiéramos bajado de una atracción de Disney Adventure, me sentí un pobre angelito cualquiera, solo que era la mamá. Así que, a mostrar aplomo. Nos ubicamos en este nuevo escenario y como videojuego apareció más adelante la galleta de vida: El Centro comercial Colombus.
Nos adentramos por los pasillos atestados aún en lunes y buscamos el directorio para encontrar los baños ubicados tres pisos arriba. Al salir, nos topamos con una de las primeras librerías físicas de Amazon, mi hija me tomó una foto junto a su fachada exterior.
De las demás tiendas no las vimos, ya era tarde según nuestro estandar de tiempo, aunque apenas pasarían de las 9 pm.
Salimos del centro comercial y nos enfilamos por la Broadway St. caminando hasta llegar a Times Square. Después de esa caminata de más de diez largas cuadras que nos parecieron tres, llegamos a la confluencia de Broadway St. con la Séptima Avenida después de haber llegado a la tienda de chocolates M&Ms. Ahí entre el tumulto de personas de diferentes razas y las luces refulgentes de pantallas iridiscentes nos comimos otra galletita de vida. Había tanto que ver, sentir y pensar que solo atinamos a tomar algunas fotografías con el celular. Nos subimos a unos arbotantes para la foto. Los cinco sentidos nos fueron insuficientes, de alguna manera, el sistema de percepción se nos bloqueaba. No hubo más que parar, sentarnos en una especie de tarima donde mucha gente esta dispuestamente sentada y, jadeantes por la caminata de 15 minutos, el desvelo, el estrago de la caminata matutina de más de 5 millas, nos quedamos quietas por unos minutos boquiabiertas, mientras que en el cerebro se aglutinaban pensamientos que, simplemente, no podían ser procesados. Pasado unos minutos mi hija me dijo que quería ver tiendas, la acompañé como zombie de una a otra, me parece que entramos a una tienda Disney. Ahí me senté en el área de juego de niños en una pequeña sillita, no recuerdo bien, no estoy segura si por el tiempo que ha transcurrido o, si igualmente, no recordaría si hubiese sido ayer por el aturdimiento del día. Sé que estuvimos ahí porque compró una taza que me lo recuerda.
Después entramos a una tienda de ropa, ahí también encontré un lugar para descansar, un mullido sillón redondo y grande que compartí con otras personas que al igual que yo tenían ya la batería baja a las 11 de la noche.
Al salir, mi hija quería continuar, pero me fue imposible, así que ahí tomamos un taxi y regresamos al hotel, supongo, porque tampoco lo recuerdo muy bien. Un día lunes muy largo, de más de 24 horas, pues inició un domingo por la tarde. Creo que el primer día en Nueva York se exprimió al máximo.
Al día siguiente, después de ver las noticias y el clima, decidimos irnos al bajo Manhattan a saludar a la Estatua de la Libertad. Salimos temprano a desayunar en un restaurant que habíamos elegido la tarde anterior. Una buena elección por sabor y precio, luego nos dimos cuenta que estaba en Trip Advisor. Tomamos el metro hacia el Downtown que lucía casi vacío. Más adelante se fue llenando mientras nos acercábamos al Battery Park donde está la estación para tomar el crucero. Nos bajamos en la estación Rector después de aproximadamente 35 minutos y caminamos hacia el Monumento Nacional Clinton para cambiar nuestros City Pass en taquilla, después entramos a la estación de revisión como un aeropuerto para subir al barco que nos llevaría a la Estatua de la Libertad como primera parada y luego a la Isla Ellis. Para este trayecto nos preparamos tomando una pastilla para el mareo y pudimos permanecer en la proa durante la mayor parte del trayecto observando, primero de lejos y luego, circundando la estatua para luego descender y desde ella observar en retrospectiva la bahía de Nueva York junto con sus puentes y edificios, una visión edificante. Al descender del crucero nos dedicamos a tomar fotografías, no traíamos pase para subir a la estatua, pues debía solicitarse con dos meses al menos de anticipación. Así que nos dedicamos a caminar y disfrutar de la vista hacia el horizonte y hacia la estatua. En este recorrido, observamos los trabajos del proyecto de construcción del Museo de la Estatua de la Libertad que inició en 2016 y que se espera concluya en 2019. La panorámica es de un jardín alto bordeado por una escalera y con vista panorámica sobre la bahía de Nueva York.
Después de unas dos horas, abordamos de nuevo el Ferry ahora con destino a la Isla Ellis donde nos esperaba un recorrido por los espacios de esta construcción y una exposición sobre la migración, sus motivos y sus problemas. La sensación que se percibe al estar dentro de esta antigua estación de inmigración es mágica. La narración guiada por unos audífonos personales nos hace sumergirnos en la historia y vivirla como si nosotros hubiesemos estado ahí en ese amplio hall repleto de personas con sueños y esperanzas. No lo sé, pero quizá la energía de los que ahí estuvieron permanece encerrada de alguna manera entre los ladrillos y las baldosas de sus pisos porque mientras hacía el recorrido sentía que mi piel se erizaba con las narraciones de los que alguna vez llegaron ahí después de una larga travesía por el Atlántico. Quizá influían también en este ánimo, las películas que he visto, múltiples en donde se podían empezar sueños o truncarse. La explicación del procedimiento que empleaban para autorizar o no la entrada a los Estados Unidos implicaba la constitución física, emocional y social de los extranjeros. Al finalizar el recorrido, llegas a un área donde puedes consultar los registros de las personas que entraron y tienes la posibilidad de encontrar a un ancestro que haya ingresado por esta estación. Así que una vez que terminamos el tour auditivo, ingresamos al museo de la migración donde nos cuestionamos la travesía del hombre por el mundo.
Finalmente, volvimos a subir al Ferry, ahora de regreso al Parque Baterías y continuamos caminando con el estómago vacío en búsqueda de una comida caliente mientras bordeábamos la bahía. Así llegamos, conducidas por el azar a Brookfield Place, un magnífico centro comercial junto al río Hudson con una vista fabulosa hacía la Estatua de la Libertad. Ahí buscamos la zona de comida, nos sentamos en un restaurante de comida rápida de hamburguesas japonesas minimalistas donde la carne lucía una letra de diseñador muy "nice" y cuyo precio sin papas ni bebida osciló en los 15 $usd. Ni hablar, el lugar, el ambiente, la vista y, el hambre bien lo merecían. Acompañamos las hamburguesas gourmet con un té exótico para no desentonar. Cansadas pero gozosas y extasiadas de la vista y la travesía engullímos la comida mientras nos atragantábamos de la experiencia del derroche y la opulencia en medio del centro financiero neoyorquino. Here we are. Una vez que terminamos, caminamos hacia las tiendas y entramos a una de ensueño, una galletería francesa. ¡Qué maravillas culinarias! Busqué una cajita y seleccioné algunas para mi suegra, buen regalo, desde Francia a Nueva York con destino final Culiacán. No seguimos revisando tiendas porque nuestro plan era visitar el Museo 9/11. Así que buscamos la salida. En esta acción descubrimos que había un pasadizo subterráneo que nos llevaba a la recién inaugurada línea del metro más elegante y sofisticada y sobre la cual se eleva la escultural estructura del arquitecto Calatrava que asemeja el esqueleto de una ballena y que alberga un centro comercial enorme y da entrada al One Trade Center con acceso al Memorial 9/11.
Hemos arribado a Nueva York entre el 9 y el 10 de julio, en el intersticio de la medianoche y el nuevo día. Bajamos del avión después de cinco horas de vuelo desde Guadalajara, tiempo en el que traté de dormir aun y con la ansiedad a cuestas de mis eternos e intrínsecos temores de siempre. Este viaje producto del destino, me ha hecho enfrentarme a los miedos con los que fui educada. Y mi compañera de aventuras, es esa niña de 4 años con rizos a la que hemos tratado de educar en la confianza y en toma de riesgos sin miedos, ahora con veinte años más a cuestas y ávida de experiencias de vida.
Tomamos nuestras pertenencias y nuevamente, reviso por enésima vez en mi bolsa, los pasaportes y visas para pasar a esa oficina de migración en el aeropuerto JFK donde en largas filas nos disponen para presentarlos a un mudo oficial que a señas nos indica darle la documentación, revisa e indica que coloquemos nuestras huellas en aparato digitalizador. En esa enorme sala nos aglutinamos personas de razas y naciones distintas, una especie de actual torre de babel. Aquí la moda es indistinguible, cada quien viste a placer. Algo que durante todo el viaje permanecerá constante.
Después de obtener el sello de permiso en nuestros pasaportes recogemos la maleta de cada una en las bandas. Nos dirigimos a la salida donde con letreritos, globos y pancartas reciben a quienes tienen familiares. Nosotros pasamos de largo y empezamos a observar los medios por los que podemos llegar al hotel. Tenemos la reservación hasta las 2 pm y son las 2 am. Doce horas de por medio. Previo al viaje habíamos revisado opciones y, por costo, nos habíamos decidido por utilizar el metro
y para ello debíamos tomar el airtrain. Así que buscamos como llegar a la estación del airtrain, sin embargo, desconocíamos como funcionaba. Leímos rápidamente un folleto que nos dio una idea del funcionamiento. No habían pasado dos minutos cuando ya estábamos viajando entre las estaciones del JFK y enfilándonos hacia la salida del metro. En la salida debíamos pagar airtrain y subway, así que compramos en una máquina una tarjeta "metrobus" y la recargamos con la cantidad necesaria para el recorrido que habíamos estimado considerando que haríamos la ruta E hasta la estación 50. Hasta ahí todo iba muy bien, salvo cuando salimos y entramos a la estación del metro que estaba totalmente desierta. Un hombre entrado en años nos dijo que la estación no estaba funcionando en fines de semana ni dentro de los horarios de 11 pm a 6 am pero que había autobuses gratis que nos llevarían a la estación más cercana que estaba en funcionamiento. Salimos a la ciudad jalando la maleta y las calles estaban vacías, oscuras y con muy poca circulación de autos. La zona era en Jamaica Queens, con alto nivel de inseguridad, cosa que en ese momento ignorábamos. Así que muy confiadas nos dirigimos a la esquina para ver donde tomábamos el camión, permanecimos ahí unos segundos y unos hombres de color que platicaban nos preguntaron si buscábamos el autobus hacia el metro. Les confirmamos que sí y nos indicaron que estábamos en la esquina incorrecta, nos señalaron hacia el otro lado y ahí nos encontramos con otros pasajeros que igual que nosotras buscaban el camión. No tardó en aparecer y nos trepamos a él ya con cierto esquemor por la soledad y el color marrón y gris que la madrugada esparcía dando un tinte tenebroso a nuestra primer vista de Nueva York. Dos intentos hice por bajarme del autobus pensando que habíamos llegado a nuestro destino, hasta que el conductor me dijo muy serio que sería en la última parada "last stop". Así que esperamos la señal de last stop, donde nos bajamos y nos adentramos, nuevamente a las entrañas de esta ciudad que no duerme de Sinatra pero que en estos instantes me fue siniestra. En esta estación tomamos el metro de la ruta E, en el trayecto permanecimos calladas y sólo una que otra vez nos vimos con extrañeza, mi hija y yo, cuando subían y bajaban nocturnos citadinos. Frente a nosotros, una señora
con tres hijas y con maletas nos daban cierta confianza y compañía.
Llegamos a la estación destino, 50, mi hija mostraba un aplomo de chica de mundo, vaya pensé, ahora ella es la que me cuida y guía y, de alguna manera, di gracias a esa decisión dificílisima de que hiciera viajes sola desde los 17 aunque para mí hayan sido tan terribles por mi insufrible y terrorífica imaginación. Nos bajamos y en el andén había que identificar cómo llegaríamos ahora al hotel que aún estaba lejos. En la estación no había un alma, de repente entraron dos jóvenes corriendo y riendo, como escondiéndose. Mi hija con su celular trataba de orientarse y decidió llamar un uber. Salimos a la calle y esperamos pero no llegó el auto. Un taxi amarillo paró frente a nosotros y amablemente nos invitó a subir, así que le dimos las calles y nos llevó hasta nuestro destino. A las 2:40 am llegamos al lobby del hotel, solicitamos apoyo para guardar las maletas y permiso para permanecer en los sillones del hall mientras amanecía y llegaba la hora de hacer válida la reservación.
El hotel Belnord es pequeño pero muy cuidado en su apariencia, de paredes blancas con una pequeña vista de madera azul tiffany. Cuenta con mucha iluminación con spots y candiles de cristal que hacen juego con pequeñas mesas, también de cristal, adornadas con jarrones transparentes llenos de flores de colores. En la sala azul del lobby hay dos sillones loveseat y una pareja de sillas muy elegantes. También tienen una pantalla que muestra entrada y salida de aviones en el aeropuerto JFK y una pantalla de televisión grande y muda donde aparecen noticias locales del canal 1 Spectrum. En uno de esos loveseats estuvimos de 2:40 am a 6:00 am, tratando de dormir un poco mientras esperábamos, "like homeless" decía mi hija. No dormí, permanecí ahí como almohada de esa niña que se revolvía sobre mi regazo mientras veía las noticias que se repetían una y otra vez. Mencionaban la violación de un mujer en Queens que había salido de la iglesia (di gracias a Dios por habernos hecho llegar con bien), también la muerte reciente de una mujer policia. A lo que más atención ponía era a la información del clima, pues con ello haríamos nuestro itinerario. En este tiempo de espera vimos entrar y salir diferentes personas del hotel, algunos fuera de nuestros estándares locales pero que no vimos mal al estar en una ciudad cosmopolita como esta. El personal del hotel fue amable y nos entregaron claves de Internet para cuatro días así que estábamos comunicadas y revisamos redes sociales por un tiempo. Para las 6 am decidimos salir y conocer la ciudad ya con la claridad del día en sus calles. Iniciamos por la avenida 87, en la calle Broadway nos llamó la atención un hombre que orinaba en un bote de basura y nos preguntamos que más encontrariamos cuando en una de las calles principales del alto Manhattan sucedía algo como esto. Seguimos caminando hacia el oeste observando la arquitectura de las viejas casas y edificios en remodelación hasta llegar a la ribera del
Hudson donde nos asomamos al jardín entre la vía rápida y el río. Vimos un trailer y posters de que por ahí cerca filmaban una película. En el jardín había algunas pesonas ejercitándose y nosotros continuamos caminando ahora hacia el este por la calle 86. Nos llamaron la atención los negocios, las casas y, grandes cantidades de basura producto de los múltiples hogares de esos altos, espigados y algunos muy angostos, edificios. Llegamos a Central Park y nos encantó la atmósfera verde, deportiva y perruna del lugar. Caminamos al azar por entre los andadores, leyendo carteles de información (después nos dimos cuenta que algunos no estaban en el lugar adecuado o no eran suficientemente informativos). Los perros eran los reyes entre 6 y 9 am podían soltar sus correas y correr, después de esa hora solo eran permitidos con correa. Así que vimos perros grandes, chicos, medianos, de diferentes razas y colores al igual que sus dueños. En el jardín Shakespeare, llamado así desde 1916 para celebrar los trescientos años de su natalicio, nos detuvimos a tomar algunas
fotografías y a observar las plantas y flores que son mencionadas en sus obras.
Luego anduvimos hasta el Castillo Bélvédere de estilo gótico y romanesco que data de 1869 donde se tiene una vista panorámica hermosa de la ciudad. En la torre del castillo desde 1919 se tienen dispositivos para observar el clima de la ciudad. En este recorrido descubrimos al obelisco conocido como Cleopatra's Needle que data del año 1450 A.C. y fue donado en el siglo XIX a Nueva York. Leímos algunas de las traducciones de sus inscripciones y admiramos con los primeros rayos del sol esa piedra labrada hace muchos siglos en una región distante. Continuamos caminando hasta identificar el Museo Metropolitano de Arte al que iríamos en la semana, y volvimos hacia el parque reconociendo otras áreas. Mientras tomábamos un descanso en una de las bancas vimos que ya habían pasado casi dos horas. Caminábamos de regreso cuando llegamos a una terraza conocida como Bethesda Terrace desde la que vimos personas en la explanada próxima a la fuente de Bethesda, cuyo punto central es una escultura neoclásica de un ángel.
Ibamos a bajar para aproximarnos ahí pero nos detuvimos porque leímos un cartel que decía algo así como, en este lugar se graba una nueva película, usted puede bajar y formar parte de ella, al hacerlo nos autoriza a utilizar su imagen. Así que decidimos observar mejor sobre la terraza y asomarnos hacia los arcos abajo donde el director giraba instrucciones, algunos trabajaban en un montacámaras móvil y una grúa acercaba una cámara hacia una joven en el centro. Alrededor de la fuente, en sitios estratégicos había jóvenes en distintas posiciones casuales pero que al dar inicio la toma a la señal del director se conformaban parejas y en una linda coreografía bailaban. Casi las 8 am y era comprensible la elección de lugar, la hora y la luz irradiaban una energía angelical al momento. Además eramos pocos los transeúntes así que pocos mirones también. Dejamos la terraza con una interrogante, ¿cuál sería la película? ¿nos tocaría verla alguna vez? ¿la reconoceríamos? Continuamos nuestro camino, hacía hambre y era tiempo de desayunar algo. Caminamos por la calle 72 y encontramos un lugar, Le Pan Quotidien, previo a llegar a Columbous Av. y obtuvimos un desayuno vegano muy ligero para nuestra hambre y cansancio.
Al salir de ahí bordeamos la avenida Central Park y en una esquina de la calle 76 nos detuvimos a descansar en una banca. La falta de descanso nocturno, el esfuerzo y el ayuno empezó a hacer estragos en mi cabeza con pequeñas pulsaciones pero aún era temprano para regresar. Así que al pasar por el Museo de Historia Natural decidimos entrar y compramos ahí el CityPass, un conjunto de 6 atracciones de la ciudad. Iniciamos nuestro recorrido por el museo, aunque en lo personal lo sentí forzado y deambulé por entre las vitrinas arrastrando los pies con naúseas y dolor de cabeza. Mi hija,
por el contrario, destellaba luz e iba de una área a otra. No había mucha gente pues era temprano. Así pasamos hasta las 12 pm que era la hora de una película astronómica incluida en nuestro boleto. Nos dirigimos hacia la sala en un elevador espacial, que recuerdo vagamente muy psicodélico, donde se nos dio la introducción y luego pasamos al auditorio redondo que para mí fue un descanso aunque las imágenes 3Dmax del espacio en conjunto con el vaivén de mis neuronas no me permitieron seguir el documental. Cuando salimos le dije a mi hija que era hora de volver al hotel para tratar de descansar porque mi dolor de cabeza no disminuía aunque ya llevaba dos pastillas. Así que llegamos un poco antes de las 2 y nos dieron la habitación prometida.
Nos adentramos por un pequeño elevador al piso 4, al abrir las puertas nos recibió un espejo y una mesita de cristal con flores que amplificaba un poco el espacio de ese estrechísmo pasillo. Vuelta a la izquierda, luego tras cinco pasos una semivuelta a la derecha para volver a torcer a la izquierda (en ese trayecto pasamos algunas puertas con número) en ese instante me sentí un pequeño ratoncito blanco en un limpio y estrecho laberinto, también blanco vestido con una línea azul. Agradezco ahora que no había un espejo para no verme esos ojos rojos y redondos producto de mi malade a la tete.
Al abrir la habitación, entramos a ese minúsculo cuarto de muñecas que me pareció mucho más
pequeño que en la fotografía de Internet que había visto. Sobretodo la sensación espeluznante que me produjo una ansiedad claustrofóbica y que me hizo buscar la ventana. La encontré a escasos 8 pasos frente a mí, en la pared donde terminaba el cuarto. Por un lado, la puerta al baño y las dos pulcras camas en litera, por el otro lado, un pequeño escritorio y al frente la pared con su ventana. Me asomé y unos 38 centímetros separaba el cristal de nuestra ventana del edificio contiguo, quize ver el cielo e intenté abrir la ventana para sacar la cabeza. No lo logré, estaba asegurada. Pegué mi cabeza al cristal pero lo único que alcanzaba a ver era el alféizar del edificio de enseguida. Comprendí que debía relajarme y acostarme. Mientras tanto, mi hija ya había subido la escalera y se había tumbado en la cama superior. Apenas me di cuenta de que cada cama tenía un televisor en los pies, o en la cabecera, dependiendo de como nos acomodaramos. Traté de calmar mi ansiedad con unos segundos de respiración y me acosté pensando en el amplio espacio de Central Park que acabábamos de disfrutar. Pensé en esos pobres perritos que habrían de vivir en pequeños espacios dentro de esos larguiluchos edificios y que, con razón, se sentían tan afortunados al caminar sin correa por un tiempecito en ese pulmón verde en el centro de la ciudad. Así, había pasado de ser ratoncillo, luego muñeca a un perrito desolado por el encierro. Cerré los ojos pero el punzante dolor no paraba. Sonó el teléfono, respondí y era mi hermana que preguntaba como habíamos llegado. No recuerdo mucho del momento porque mi conciencia no estaba despierta pero creo que le dije que bien y que ibamos a dormir. Así que después de eso creo que dormimos al menos dos o tres horas. Nos despertamos con hambre y había que aprovechar el día, salimos a caminar entre las calles ahora en dirección al norte sobre la avenida Amsterdam. Caminamos varias cuadras y no atinábamos a entrar a algún lugar. Al final llegamos a un restaurante que tenía unas mesas en la banqueta y que se veía agradable. Nos sentamos y pedimos unos vasos de agua y la carta. La elección fue una pizza, pequeña para nuestra hambre y demasiado grande para comerla completa. Era rectangular, partida en recuadros y con dos pedazos estuvimos demasiado llenas. Creo que con los nervios del viaje, la ansiedad a cuestas, el cansancio acumulado y el poco sueño,nuestro estómago se había hecho nudo. Así que pedimos nos la empacaran para llevar. Nos quedamos en la mesa mirando la gente pasar. Jóvenes en bicicletas, señoras con perros elegantes, hombres corriendo con ropa deportiva, parejas con bebé en carriola, y también autos de lunes por la
tarde. Después de pagar, nos levantamos de la mesa y nos incorporamos al flujo de traúnsentes, serían otros los ojos que nos mirarían y adivinarían, por nuestro caminar errado de descubridor, que éramos turistas, madre e hija, sintiéndonos dueñas del tiempo y al mando, aunque pérdidas en las calles del alto Manhattan. Regresamos al hotel caminando por la calle Broadway donde encontramos un súper con todo su frente repleto de cajas y cajas de hermosas frutas.
Aprovechamos y compramos uvas y moras azules. El dolor de cabeza, apaciguado con la pizza y con algunas uvas lavadas en el lavabo del hotel nos propocionó vitaminas para arriesgarnos a estirar más nuestro primer día de independencia en Nueva York. Serían ya las 7 u 8 cuando decidimos ir en metro a Times Square. Previo a la salida, Virna Sofía consultó una App del metro bus. Todo parecía funcionar bien. Consultamos donde podíamos tomar el metro y la estación estaba a una cuadra por la calle 86. Nos encaminamos hasta allá y, mientras lo hacíamos, vimos posibles restaurantes para por la mañana desayunar e ir planeando las salidas del día martes. Volvimos a usar nuestra tarjeta del metro que hubo que recargar. Unos minutos más escuchamos, el arribo del vagón y nos montamos en él. Un calor sofocante sentimos en la estación pero más lo era dentro de ese carromato, algo que debería habernos dicho algo o, al menos, hubiéramos presagiado lo que, más adelante, nos esperaba.
No había corrido ni unos 500 metros cuando el vagón disminuyó su velocidad. Por las ventanillas observamos hombres reparando las vías, las llantas se deslizaban despacio con pequeños quejidos metálicos mientras las llamas de los soldadores daban un tétrico espectáculo en las paredes internas
de este gusano de metal relleno de gente multicolor que por igual destilaba sudores. Un respiro de alivio pareció escucharse cuando la velocidad se normalizó. Más no tardamos en aflojar el cuerpo cuando el metro paró en seco. Mi hija y yo nos volteamos a ver con ojos de expectativa. Un hombre de color agarrado a un tubo con una mano y, la otra como con un diario, empezó a cantar. Un chico con audífonos y de ojos cerrados se mantuvo así en todo el tiempo. Otros dormían, unos más inmutables y sin expresiones esperaban en sus lugares. Pasaron los minutos, cinco, diez y mis nervios empezaron a levantarme los pelos de punta. De noche, en medio de una enorme ciudad y no porque estuviéramos en El Centro, sino literalmente, en medio de la tierra, bajo las entrañas de esta caliente urbe. Recordé las múltiples películas de acción, si esto no se movía habríamos que salir y caminar por estos lugares lúgubres, calientes y llenos de ratas. Ni en mis sueños más espeluznantes me había podido enfrentar a esta idea. Aún y cuando la Cinderella de Nueva York nos hiciera creer que son agradables criaturas. Y de pronto, ya no escuchamos el canto del hombre sino una letanía contra Trump, todo por su culpa decía aquel. Veinte minutos infernales por la miríada de pensamientos del Día después de mañana hasta las ratas asesinas, pasando por atentado en la estación 53 que cesaron cuando volvió a encenderse y caminó hasta llegar a la estación Columbus Circle. Todavía faltaban tres estaciones para nuestro destino final. Pero nos lo adelantaron, porque por micrófono anunciaron que hasta ahí llegábamos. El metro fue suspendido. Hubo que bajar y subir a la calle. Volvimos a respirar aire y agradecimos estar de vuelta en la superficie como si hubiéramos bajado de una atracción de Disney Adventure, me sentí un pobre angelito cualquiera, solo que era la mamá. Así que, a mostrar aplomo. Nos ubicamos en este nuevo escenario y como videojuego apareció más adelante la galleta de vida: El Centro comercial Colombus.
Nos adentramos por los pasillos atestados aún en lunes y buscamos el directorio para encontrar los baños ubicados tres pisos arriba. Al salir, nos topamos con una de las primeras librerías físicas de Amazon, mi hija me tomó una foto junto a su fachada exterior.
De las demás tiendas no las vimos, ya era tarde según nuestro estandar de tiempo, aunque apenas pasarían de las 9 pm.
Salimos del centro comercial y nos enfilamos por la Broadway St. caminando hasta llegar a Times Square. Después de esa caminata de más de diez largas cuadras que nos parecieron tres, llegamos a la confluencia de Broadway St. con la Séptima Avenida después de haber llegado a la tienda de chocolates M&Ms. Ahí entre el tumulto de personas de diferentes razas y las luces refulgentes de pantallas iridiscentes nos comimos otra galletita de vida. Había tanto que ver, sentir y pensar que solo atinamos a tomar algunas fotografías con el celular. Nos subimos a unos arbotantes para la foto. Los cinco sentidos nos fueron insuficientes, de alguna manera, el sistema de percepción se nos bloqueaba. No hubo más que parar, sentarnos en una especie de tarima donde mucha gente esta dispuestamente sentada y, jadeantes por la caminata de 15 minutos, el desvelo, el estrago de la caminata matutina de más de 5 millas, nos quedamos quietas por unos minutos boquiabiertas, mientras que en el cerebro se aglutinaban pensamientos que, simplemente, no podían ser procesados. Pasado unos minutos mi hija me dijo que quería ver tiendas, la acompañé como zombie de una a otra, me parece que entramos a una tienda Disney. Ahí me senté en el área de juego de niños en una pequeña sillita, no recuerdo bien, no estoy segura si por el tiempo que ha transcurrido o, si igualmente, no recordaría si hubiese sido ayer por el aturdimiento del día. Sé que estuvimos ahí porque compró una taza que me lo recuerda.
Después entramos a una tienda de ropa, ahí también encontré un lugar para descansar, un mullido sillón redondo y grande que compartí con otras personas que al igual que yo tenían ya la batería baja a las 11 de la noche.
Al salir, mi hija quería continuar, pero me fue imposible, así que ahí tomamos un taxi y regresamos al hotel, supongo, porque tampoco lo recuerdo muy bien. Un día lunes muy largo, de más de 24 horas, pues inició un domingo por la tarde. Creo que el primer día en Nueva York se exprimió al máximo.
Al día siguiente, después de ver las noticias y el clima, decidimos irnos al bajo Manhattan a saludar a la Estatua de la Libertad. Salimos temprano a desayunar en un restaurant que habíamos elegido la tarde anterior. Una buena elección por sabor y precio, luego nos dimos cuenta que estaba en Trip Advisor. Tomamos el metro hacia el Downtown que lucía casi vacío. Más adelante se fue llenando mientras nos acercábamos al Battery Park donde está la estación para tomar el crucero. Nos bajamos en la estación Rector después de aproximadamente 35 minutos y caminamos hacia el Monumento Nacional Clinton para cambiar nuestros City Pass en taquilla, después entramos a la estación de revisión como un aeropuerto para subir al barco que nos llevaría a la Estatua de la Libertad como primera parada y luego a la Isla Ellis. Para este trayecto nos preparamos tomando una pastilla para el mareo y pudimos permanecer en la proa durante la mayor parte del trayecto observando, primero de lejos y luego, circundando la estatua para luego descender y desde ella observar en retrospectiva la bahía de Nueva York junto con sus puentes y edificios, una visión edificante. Al descender del crucero nos dedicamos a tomar fotografías, no traíamos pase para subir a la estatua, pues debía solicitarse con dos meses al menos de anticipación. Así que nos dedicamos a caminar y disfrutar de la vista hacia el horizonte y hacia la estatua. En este recorrido, observamos los trabajos del proyecto de construcción del Museo de la Estatua de la Libertad que inició en 2016 y que se espera concluya en 2019. La panorámica es de un jardín alto bordeado por una escalera y con vista panorámica sobre la bahía de Nueva York.
Después de unas dos horas, abordamos de nuevo el Ferry ahora con destino a la Isla Ellis donde nos esperaba un recorrido por los espacios de esta construcción y una exposición sobre la migración, sus motivos y sus problemas. La sensación que se percibe al estar dentro de esta antigua estación de inmigración es mágica. La narración guiada por unos audífonos personales nos hace sumergirnos en la historia y vivirla como si nosotros hubiesemos estado ahí en ese amplio hall repleto de personas con sueños y esperanzas. No lo sé, pero quizá la energía de los que ahí estuvieron permanece encerrada de alguna manera entre los ladrillos y las baldosas de sus pisos porque mientras hacía el recorrido sentía que mi piel se erizaba con las narraciones de los que alguna vez llegaron ahí después de una larga travesía por el Atlántico. Quizá influían también en este ánimo, las películas que he visto, múltiples en donde se podían empezar sueños o truncarse. La explicación del procedimiento que empleaban para autorizar o no la entrada a los Estados Unidos implicaba la constitución física, emocional y social de los extranjeros. Al finalizar el recorrido, llegas a un área donde puedes consultar los registros de las personas que entraron y tienes la posibilidad de encontrar a un ancestro que haya ingresado por esta estación. Así que una vez que terminamos el tour auditivo, ingresamos al museo de la migración donde nos cuestionamos la travesía del hombre por el mundo.
Finalmente, volvimos a subir al Ferry, ahora de regreso al Parque Baterías y continuamos caminando con el estómago vacío en búsqueda de una comida caliente mientras bordeábamos la bahía. Así llegamos, conducidas por el azar a Brookfield Place, un magnífico centro comercial junto al río Hudson con una vista fabulosa hacía la Estatua de la Libertad. Ahí buscamos la zona de comida, nos sentamos en un restaurante de comida rápida de hamburguesas japonesas minimalistas donde la carne lucía una letra de diseñador muy "nice" y cuyo precio sin papas ni bebida osciló en los 15 $usd. Ni hablar, el lugar, el ambiente, la vista y, el hambre bien lo merecían. Acompañamos las hamburguesas gourmet con un té exótico para no desentonar. Cansadas pero gozosas y extasiadas de la vista y la travesía engullímos la comida mientras nos atragantábamos de la experiencia del derroche y la opulencia en medio del centro financiero neoyorquino. Here we are. Una vez que terminamos, caminamos hacia las tiendas y entramos a una de ensueño, una galletería francesa. ¡Qué maravillas culinarias! Busqué una cajita y seleccioné algunas para mi suegra, buen regalo, desde Francia a Nueva York con destino final Culiacán. No seguimos revisando tiendas porque nuestro plan era visitar el Museo 9/11. Así que buscamos la salida. En esta acción descubrimos que había un pasadizo subterráneo que nos llevaba a la recién inaugurada línea del metro más elegante y sofisticada y sobre la cual se eleva la escultural estructura del arquitecto Calatrava que asemeja el esqueleto de una ballena y que alberga un centro comercial enorme y da entrada al One Trade Center con acceso al Memorial 9/11.
Extasiadas con el descubrimiento, deambulamos de aquí por allá cual Gepeto dentro de la barriga del animal. Subimos y bajamos escaleras, bajamos y subimos, andamos y desandamos reconociendo el terreno, viendo abajo, viendo arriba, descubrimos que había una vista panorámica pero decidimos no subir, ya iríamos al Empíre State más adelante. Salimos del One World Trade Center y nos topamos con la zona cero: dos grandes fuentes, lugar de las extintas torres gemelas. Nos inundó un sentimiento indescriptible. Leer los nombres, inscritos al borde, los de cada persona que perdió ahí su vida mientras el agua corre exigua hacia el centro donde en un agujero cuadrado desaparece; en un abismo negruzco. Pareció decirnos, lo liviano y simple que somos, un devenir del tiempo que fluye como agua, se pierde y desvanece, solo queda lo que hace que alguien nos recuerde. No conocí a ninguna de estas personas pero leí sus nombres, incluso delineé sus nombres con mis dedos, oré por ellos y sus familiares. En el ambiente perneaba un espíritu solidario y empático. Ahí se encuentra su energía universal, estoy segura, lo sentí. Aún faltaba mucho más por absorber y aprender, entramos al Memorial 9/11 y mi corazón se sobrecogió a cada instante del recorrido.
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