La máquina del tiempo
Hace una semana descubrí una máquina del tiempo. Acababa de terminar una caminata de una hora cuando de reojo descubrí esa compuerta en el centro del parque. Sentí en el interior un jaloneo que me incitaba a acercarme. Lo hice primero, con pequeños pasos y viendo a mis costados que no hubiera nadie más. Los años a cuestas dictaban alejarme, pero en mi interior unos ojos de niña atrevida se encendieron y tomé valor para llegar hasta ahí y sentarme, tomar las cadenas de los costados, subir mis pies alejándolos del suelo para estirar las piernas e iniciar el suave balanceo de atrás a adelante, doblar las piernas y volver a estirar. Mientras mis ojos cerrados ayudaban a la
memoria episódica a traer esa sensación olvidada de vuelo con la cara al viento.
El tiempo pareció detenerse mientras mi ser fluía en concordancia; abrí los ojos y vi mis piernas achicarse al igual que mis brazos, sentí mi corazón bombear, mis cachetes calentarse al sol y los ojos chispeantes se abrían y cerraban en disfrute total de los sentidos. Me convertí en niña y luego en gaviota que sube alto y luego vuela tan bajo que roza la tierra.
Percibí que ese vaivén hacía eco en mi cerebro, ondas internas se esparcían irradiantes a lo largo de mi cuerpo relajándolo, produciendo una sensación de etéreo bienestar, me sentí extrañamente feliz.
Tras unos quince minutos, decidí parar, bajé los pies poco a poco hasta que la fricción de los tenis con la tierra detuviera a la máquina del tiempo. Solté las cadenas y me levanté de ese pedestal volador. Mis piernas tocaron tierra y los años regresaron a su lugar. El tiempo empezó a correr obligándome a seguir mi camino de vuelta a casa. Durante la caminata de regreso, sentí una vitalidad inusual. En la semana varías veces me sorprendí recordando esa sensación, deseando que el domingo llegase de vuelta para repetir la experiencia de ese mágico momento. Me pareció que algo irreal no podía ser tan simple, tan al alcance y, por ello mismo tan difícil de creer. Hoy domingo regresé al parque, entré de nuevo a la máquina y la hice funcionar, tal y como antes lo hice, para volver a ser esa niña, que pensé era pero que soy, siempre seré y que necesito ser.
memoria episódica a traer esa sensación olvidada de vuelo con la cara al viento.
El tiempo pareció detenerse mientras mi ser fluía en concordancia; abrí los ojos y vi mis piernas achicarse al igual que mis brazos, sentí mi corazón bombear, mis cachetes calentarse al sol y los ojos chispeantes se abrían y cerraban en disfrute total de los sentidos. Me convertí en niña y luego en gaviota que sube alto y luego vuela tan bajo que roza la tierra.
Percibí que ese vaivén hacía eco en mi cerebro, ondas internas se esparcían irradiantes a lo largo de mi cuerpo relajándolo, produciendo una sensación de etéreo bienestar, me sentí extrañamente feliz.
Tras unos quince minutos, decidí parar, bajé los pies poco a poco hasta que la fricción de los tenis con la tierra detuviera a la máquina del tiempo. Solté las cadenas y me levanté de ese pedestal volador. Mis piernas tocaron tierra y los años regresaron a su lugar. El tiempo empezó a correr obligándome a seguir mi camino de vuelta a casa. Durante la caminata de regreso, sentí una vitalidad inusual. En la semana varías veces me sorprendí recordando esa sensación, deseando que el domingo llegase de vuelta para repetir la experiencia de ese mágico momento. Me pareció que algo irreal no podía ser tan simple, tan al alcance y, por ello mismo tan difícil de creer. Hoy domingo regresé al parque, entré de nuevo a la máquina y la hice funcionar, tal y como antes lo hice, para volver a ser esa niña, que pensé era pero que soy, siempre seré y que necesito ser.
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