Hubo una vez

Hubo una vez un tiempo en el que no me gustaban mis pies. Los sentía enormes, delgados y con dedos tan largos y tortuosos que daban miedo.
No sé cuando fue que tomé conciencia de su fealdad, si yo sola me dí cuenta o fueron los comentarios obcecados de mi hermana mayor. Lo que sí recuerdo era que estaba en ese periodo entre los diez y trece años, al menos, cuando uno empieza a tomar en cuenta las opiniones de los demás para formarse una opinión propia de uno mismo. Así que escuché y comparé mis pies con los de mis hermanas. En verdad, los míos eran mucho más grandes y largos. Por esas fechas, empezaba a devorar libros, leía completito cada tomo de las enciclopedias. Las dos grandes enciclopedias eran la Nueva Enciclopedia Temática y la Enciclopedia el Nuevo Tesoro de la Juventud. En esta última había una sección que se llamaba "Narraciones interesantes". En esas lecturas, recuerdo haber leído la historia oriental de una joven que lloraba desconsoladamente por lo grandes que eran sus pies. Todas las jóvenes tenían unos preciosos pies de loto, diminutos y enfundados en hermosos mocasines. Ella en cambio, tenía que contentarse con colocarse como zapatos, dos lanchas. No recuerdo mucho más del cuento y no lo he vuelto a encontrar. La enciclopedia fue engullida por un rastrero gusano blanco apolillado y todo eso que leí, lo recuerdo a retazos, de tantas relecturas. Así que mi fijación empezó a ser un problema, ningún huarache o zapato podía eliminar la terrible visión de mi segundo dedo (digitus secundus pedis) avanzando más allá del dedo gordo. Lejos, estaba entonces, de saber que tenía un pie "tipo griego" que caracteriza a las personas inteligentes, activas y buenas para liderar personas (de acuerdo con una clasificación conocida en Internet). Tampoco sabía, lo que ahora sé, de esa salvaje y anciana tradición oriental de vendar los pies a las niñas para empequeñecer sus pies de loto y que solo a principios del siglo XX empezó a ser abolida.


Pues bien, recuerdo que entonces si iba a la playa, ocultaba mis pies con arena para que no vieran ese racimo de dedos extendidos. No había pena mayor para mí que mostrar los pies. En este tiempo que he empezado a hacer ejercicios de meditación y atención plena, he recordado esa bochornosa actitud de vergüenza hacia esos dos que he tratado de la patada a lo largo de los años. Al enfocar mi atención a mi cuerpo durante el ejercicio de mindfulness vinieron a mi mente esos pensamientos de antaño y me he descubierto dándole un sincero agradecimiento a este par que me han sostenido y me han permitido desplazarme en el tiempo y en el mundo. Ya no los encuentro tan desagradables. Siguen siendo grandes, pero lo son lo suficiente para sostenerme, con todo y esos kilos demás. También han engrosado un poco y suelen agradecer el pedicure y la crema cuando me acuerdo de ellos y los acicalo.
Ahora que he salido a correr por la mañana, los vi contentos brincar sobre piedras, subir y bajar por los senderos y prometí escribirles a ellos, a mis pies, su historia. Sepan queridos, que ya no me parecen horribles ni cosa por el estilo. Era una chiquilla que no aquilataba su valor, ahora con 51 a cuestas, les digo, gracias, gracias por estar aquí y continuar conmigo en esta caminata de la vida.


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