Retazos de tiempos
Retazos de tiempos
De color blanco pintado de rojas rayas paralelas que se encuentran
unas a otras, cuello también blanco y sujeto con botones de presión
equidistantes, corto sin más pretensiones que ser uniforme, así era.
Le gustaba llevarlo con calcetas largas y zapatos blancos
aunque el color oficial era negro. Pero qué más daba, ella los hubiese
preferido rojos de charol para que hicieran juego con sus moños de listón
lustroso que le sujetaban sus dos colas de caballo con las que se peinaba cuando
había homenajes a la bandera. Esos días se preguntaba porque no era ella la
abanderada, el honor de portar la enseña patria entre sus manos enguantadas y
ondearla mientras marchaba con tono adusto. Le molestaba que sus compañeros
durante ese momento significativo no estuviesen firmes, serios y con la adultez
necesaria de los 5 años. Ya habría momentos para jugar en los columpios, en el
sube y baja y en el resbaladero arcoíris de cemento.
En esa época el color rojo era su favorito, el de los moños,
la bandera y la resbaladilla preferida. También los cachetes de su mejor amigo
se ponían de ese color cuando el viento les golpeaba la cara por las mañanas de
invierno que iban a la escuela montados en el taxi-bicicleta en la que se
transportaban.
******
¡Abajo! ¡Todas debajo de los mesabancos! Pum, pum, pum se
escucha. Miro hacia los lados y mis compañeras y maestra todas estamos en el
suelo y, al punto, un estruendo de cristales y Sara, mi compañera de al lado
llora más fuerte que ninguna. Veo gotas coloradas brotando de su brazo, está
herida. Todas gritan y lloran, yo también pero me hago la idea que no. Hoy
cumplo siete años. Mi mente en blanco.
*****
Llegaban por ella en bicicleta roja, era una aventura diaria
el salir con Bony cada mañana y su primo. Cruzar las calles repletas de carros
y ganarles la carrera. Primera parada la Iglesia. Bony subía por la escalera y
le daba un beso a su tío monseñor que estaba enfermo. Y todos los días salía
con una moneda que compartía con ella en el recreo. Algunas veces lo acompañaba
a esa parte de la Iglesia desconocida, tras bambalinas. Al fondo de la iglesia
ovalada estaba la escalera de pequeñas proporciones escondida atrás del altar y
que subían con rapidez saltando peldaños de dos en dos. Allá arriba las
habitaciones de los padres eran limpias y ordenadas. Había pasillos estrechos que distribuían el
tráfico hacia los cuartos amplios con varias camas angostas de metal, como de
hospital. En una de ellas estaba el tío abuelo, monseñor, tirado y apenas
hablaba. Le gustaba que Bony lo visitara y lo premiaba señalándole una caja
carmesí repleta de monedas que guardaba debajo de su cama. A veces, Bony no
sólo tomaba una sino dos y le regalaba una a ella. Entonces ella también le
decía gracias a ese pobre viejo que dormitaba siempre. Era la Iglesia del Señor
de la Escalera.
*****
Papá llegó llorando. Me conmovió mucho. No sé que le ha
pasado. Quiero a papá y su cara encendida como linterna tiene tristeza. Es
payasito nos dice a mí y a mis hermanas. Se lo llevaron.
Todas lloramos, las tres o quizás las cuatro, pues en ese
momento nace mi hermana la más pequeña. Mamá está en el hospital y llueve.
*****
El jardín de niños estaba cerca de su casa, pero a ella le
gustaba montarse en la bicicleta y agarrarse con las dos manos de la cintura de
Kiki. Mientras Bony se instalaba en la parte delantera en cuclillas. Por eso,
se iba temprano con su papá al negocio a las seis de la mañana y le ayudaba con
la venta de los chicos de secundaria que siempre dejaban todo para el
último. ¡Don un lápiz! ¡Don una libreta
profesional! ¿cuánto es? Ella le ayudaba con las cuentas, era buena para contar
y más aún para cobrar. Daba la feria con diligencia, casi siempre, aun cuando a
veces se equivocaba. Pasada la hora de entrada de los de secundaria había un
descanso, ahí aprovechaba para pedirle a su papá que le comprara atole y
tortitas dulces que vendían en la esquina. Disfrutaba estar con su papá, le
gustaba que siempre estaba de buen humor y echando grito, saludando a los clientes
y vacilando. En su compañía se sentía grande siempre había algo de que platicar
aún cuando ella apenas iba al kinder. Luego llegaban las niñas de la escuela y
otra vez a correr a atender y cuidar que no se fueran sin pagar. ¡Allá cóbrate
lo de la Güera! ¡Dale la feria a la señora Gloria! Pasaba la hora de entrada y era tiempo
de desayunar ricos huevitos preparados por la vecina si es que antes no había
llegado su madre con el desayuno preparado en casa. Y al final, los 5 pesos
para gastar y subirse a la bicicleta rumbo a la escuela.
****
Se azotan las ventanas otra vez. Escucho ruidos en la
cocina. Ahí están de nuevo. Nadie habla ni se mueve. Esperamos. Noto por debajo
de la puerta que la luz de la cocina se enciende y se apaga varias veces.
Aprieto los ojos y siento el color rojo destellante en mis pupilas. Siento
miedo. Se oyen golpes en las paredes. Debemos dormirnos.
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La casona en la que vivía era vieja con un portón al frente
que cerraba con aldaba. Tenía muchas habitaciones que su madre aprovechaba para
rentar y ayudarse con el gasto. Tenía inquilinos a veces permanentes, otros más
que iban y venían. A ella le gustaba escuchar las conversaciones de grandes,
con frecuencia estaba ahí con los oídos bien avispados para captar palabras
desconocidas y que luego aplicaba para expresarse. Cuando estaba en casa le
gustaba sentarse en el suelo de cemento recién trapeado junto al cubo de luz en
el que su madre colocaba plantas en agua. La casa tenía techos altos con trabas
de madera y cuando llovía en lugar de ser una casa triste porque lloraba por
los techos se convertía en una casa musical. Clic, clac, clac, clic, cloc
hacían las gotas en los recipientes correspondientes a cada gotera. Ni que
decir del cubo de luz, ella podía ver el agua resbalar por el cristal y jugaba
con las figuras que se formaban y que luego desaparecían ante su vista. En
aquella época, llovía mucho, demasiado. También cuando había truenos su mamá y su
hermana mayor corrían a tapar todos los espejos y sentía que su casa estaba
embrujada. Toallas y sábanas tapando
muebles, gente diferente que conocía poco, entraba y salía como fantasmas,
ruidos extraños por las noches y en los días de lluvia.
*****
Hoy llegó Blanca Nieves a la casa, hace ruido y juguetea todo
el día. A mamá no le gusta porque ensucia la casa, tampoco a Mary, mi hermana
mayor. Los únicos contentos son Papá y Vale, mi hermana más pequeña. Ellos
disfrutan de los animales. A mí me dan miedo, no los entiendo, pueden hacernos
daño, no piensan y no siguen reglas. Blanca Nieves ladra todo el día y se sale
sin permiso, no hace caso, es desobediente.
*****
Con cámara en mano entró al kínder. Es día de fiesta, hay
globos carmesí y piñata. Saluda a sus compañeras y espera ver al compañero que
le gusta. No llega. Ella piensa que se lo pierde, toma las veinticinco fotos de
su cámara blanca a todas sus amigas. Se ha preparado para ese día y ahora que
por fin ha juntado para el rollo no esperará por él. Todos los hombres son
iguales se dice a sí misma, desilusionada. Así que se dedica a jugar y a tomar
fotografías sin ton ni son. En una Adriana sale con media cara, en otra Rebeca
sólo sus pies, y una más ella y Rocío un poco lejos y, ¡vaya oso! Rocío con el
vestido en la boca muestra sus calzones. Las demás fotos se velan. Pero bien
vale la pena, además de las fotos de su certificado serán las únicas que tendrá
de esa etapa.
*****
Hoy lo supe, escuché a mamá cuando platicaba con papá, la
casa está embrujada. Yo lo supe desde
siempre. Hay un tesoro enterrado de tiempos de la Revolución, eso lo explica
todo. La casa fue un cuartel de tropa y aquí escondieron monedas y joyas que
quitaron a la gente rica. Pero luego huyeron y los que sabían de eso murieron y
no volvieron por el tesoro. Está en la cocina, dijo papá. Pero no podemos
buscarlo. Me dicen que hay una maldición para quien lo encuentre. Su hijo mayor
moriría. Yo pienso, no hay problema, ustedes solo tienen 4 hijas: Mary, Vale,
Lica y yo. No hay hijo varón. ¡Seremos ricos!
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Le entregaron sus fotografías para el certificado que habían
tomado en la escuela. Su cara se desfiguró, ¡jamás pondrían esta foto! Su cara
estaba fatal, el día en que se la habían tomado estaba gripienta, tenía la nariz roja, el
labio superior descamado, su cabello lucía despeinado en fea cola con partidura
de lado y odiaba que su mamá la peinara así. Además no era su mejor ángulo, sus
cachetes lucían con esplendor y sus ojos empequeñecidos se desvanecían bajo sus
tupidas cejas. Definitivamente, ella no
permitiría que un documento legal que iría a parar a los archivos de las
escuelas y que se convertiría, con el pasar del tiempo, en un instrumento
histórico la reflejara de esa fea manera. Así que rogó a la maestra que
esperara, se tomaría otras fotos y resolvería el problema. Dorita, su profesora, se quedó un poco
confundida pero permitió que las llevara a sus papás para que pudiera, como
ella lo hizo, convencerlos de que debían darle dinero para tomarse de nuevo las
fotografías. Su mamá dijo, que no, no
era posible volver a hacer el gasto de nuevo, que había salido muy bien, que
era así y que no debía sentirse mal por ello. Su papá, en cambio, se rió y le
dio dinero para volver a tomarse las fotografías. Ella lo abrazó y se sintió
feliz de tener un papá como el que tenía. Él si la entendió. Al día siguiente,
se preparó para la sesión de fotografía, no iría con el fotógrafo inexperto de
la escuela, claro que no. Ella había escuchado que el padre de su compañera
Norma era un excelente fotógrafo, así que iría a su estudio fotográfico y pediría
las mejores fotos, evidentemente, no le pareció apropiado que un documento
legal como su certificado de kínder tuviese una foto a color como la que le
habían tomado en la escuela. Ella, que siempre se había fijado en las oficinas
de los doctores y de los abogados que las fotografías de sus diplomas eran en
blanco y negro. Así que la noche previa a la toma de fotografía había dormido
con tubos en el cabello para doblar en rollitos su cabello lacio. Se hizo la
partidura de lado y una media cola, dejando cabellos en bucles alrededor y puso
un listón rojo por moño. Su hermana la vio y le dijo que parecía, en tono de
burla, la pequeña Lulú. Pero ella se vio
en el espejo con su uniforme y quedó conforme. Fue al salón fotográfico y ahí
estamparon su imagen en blanco y negro en tamaño infantil. Su certificado de
jardín de niños tendría su mejor ángulo para la posteridad.
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Seguimos viviendo en la casa embrujada, pero hoy visitamos
la casa en la que vivíamos antes, era una casa chiquita y mis papás la rentaron
en un poco más que en lo que rentamos nosotros esta casota. Y además mi mamá
gana dinero rentando cuartos. Uno de los inquilinos es un señor grande, él
cuenta que era general del ejército, me ha platicado cosas increíbles que ha
visto en la sierra. Él está retirado pero recuerda que un día estando en la
Sierra de Durango una gavilla les cerró el paso a su comando. Allá las gavillas
son muchos hombres que hacen valer sus pistolas y se les respeta porque son
violentos y el Gobierno solo les pide que no se salgan de su territorio. Pero
mucha gente les tiene miedo porque matan si no haces lo que ellos quieren.
Dicen que allá se siembra amapola, una flor roja de la que sacan droga, eso que
hace daño y que dicen pone a la gente como loca. El Gobierno quema esos
sembradíos en la sierra, pero dice don Álvaro que sólo unos cuantos, no todos
porque no les conviene. Bueno, esto no me lo platicó él a mí, yo lo escuché
cuando hablaba con mi mamá y papá. Después vi unas flores rojas en el camellón
y le pregunté a mi mamá si no eran amapolas. Mi mamá se me quedó viendo y me
dijo, no ¿de dónde sacas eso niña? Esa flor está prohibida, antes si veías
amapolas en los jardines pero ahora en los setentas esto es un problema. No
vuelvas a hablar de eso no son pláticas de niña. Es raro, en televisión vi la
película de el Mago de Oz y en una parte aparecía un sembradío de amapolas y el
león y Dorothy se quedan dormidos ¿por qué una niña no puede hablar de amapolas
si éstas aparecen en las películas?
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Ella se sentó en las banquitas de fuera de la escuela, que
se formaban a lo largo de la cerca. Traía el vestido rojo de bolitas blancas
que le había regalado su prima Lupita. Su papá le tomó una foto desde la otra
cera. Luego se sentó junto a ella y le dijo que entraría a primaria pero que
iría por las tardes. Ella se mostró contenta. Tendría tiempo por la mañana de
ayudarle en el negocio como le gustaba y, además no tendría que levantarse
temprano como Mary que siempre renegaba para ir a la escuela y casi siempre
llegaba tarde igual que Vale que iba al kinder. Además podría ver la televisión
por la noche, los únicos dos canales empezaban a transmitir a la 1 de la tarde con el himno nacional y terminaban a
la medianoche igual, con el himno
patrio. Y luego todo el tiempo ponían el arcoíris en la pantalla, que en ese
entonces no sabía que era de colores, porque su televisión era blanco y
negro. Esos eran sus planes, pero luego
las cosas cambiaron porque hubo que dejar la casona con el tesoro enterrado.
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¡No somos ricos! En esta nueva casa que rentaron me gusta
que casi no hay carros puedo jugar en la calle y sacar mis barbies. Ni Mary ni Vale
juegan conmigo, una se cree demasiado grande para jugar a las muñecas y la otra
es demasiado pequeña para cuidar de ellas. Así que juego sola. Aunque no
siempre estoy sola, a veces me acompañan mis dos amigas imaginarias que he
inventado para estos casos. Una es muy buena y la otra es mala.
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La casa era pequeña tenía una cochera y grandes piedras en
la fachada. La mamá de ella hacía cosas para vender, le gustaba diseñar
manteles y con tul de colores hacía juegos para vestir los baños. A ella le
gustaba ver cómo cosía su mamá. No había goteras pero el sonido de la máquina
de coser se escuchaba cuando su madre mecía sus pies en el columpio para mover
la aguja. Zig, zag, zig, zag. Le parecía muy divertido así que empezó jugando,
zig, zag, zig, zag hizo un vestido a su barbie. Zig, zag, zig, zag hacía una
bata a su muñeca.
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Hoy es mi cumpleaños número siete. Por la tarde tuve mucho
miedo de morir. Mi mamá fue por mí a la escuela y mi madrina Chita me invitó al
súper. Me dijo 7 palabras maravillosas “Escoge el juguete que quieras como
regalo”. Me abalancé sobre los estantes
y escogí una cajita de cartón elegante en el que venían unas monitas pintadas.
“Éste, éste me gusta”. Estoy feliz.
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En la entrada de la escuela estaba el nombre de doña Josefa
Ortiz de Domínguez y unos escalones guiaban al pasillo central que estaba
franqueado por las oficinas de la directora. La escuela tenía dos turnos, el
matutino y el vespertino. Era una escuela pública a la que solo asistían niñas
vestidas en cada turno con uniformes diferentes, en la mañana era blanco, por
las tardes era azul. En ambos casos, el diseño marinero con un pequeño corbatín
rojo al frente. A ella, la escuela le
parecía un barco transatlántico a punto de partir cada tarde. Llegaba acalorada
a la entrada-estación esperando que la tripulación anterior descendiera completamente.
El pasaje esperaba con mochila en mano, la hora de la salida se acercaba, en
lugar de un chiflido de vapor se escuchaba un cencerro: talán, talán,
talán. Las marineras se despedían de sus
familias y abordaban el barco, se dirigían primero hacia la explanada donde las
formaban por funciones, tomaban distancia, marcaban el paso y, a ritmo de la
marcha de Zacatecas se convertían en miembros de la marina. A ella le gustaba escuchar y tararear la
melodía una y otra vez. Sentía un deber patriótico el comportarse correctamente
y, de vez en vez, lanzaba largas miradas de desaprobación cuando sus compañeras
reían o se hacían cosquillas, jalaban el pelo o bromeaban durante la formación.
Al final, pasaban lista y entraba cada fila
a un salón, donde recibiría el adiestramiento y formación para la vida.
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Los nervios no me abandonan, pronto dirán mi nombre y habré
de hacer mi examen final, esto determinará si avanzo a un nuevo nivel o me
quedo en el mismo. He trabajado mucho en mi letra, realicé planas y planas de
letra de molde, cuidé mis trazos una y otra vez. Leí el libro Mágico y casi
puedo recitarlo de memoria. “Ese oso es mío… mi mamá me mima”. Sara camina
triste, la veo sentarse en el pupitre. Emma sonríe, seguro le fue muy bien con
la directora. A Laura, obvio, siendo sobrina de la directora también le fue
bien. Mi maestra, continúa nombrando de tres en tres. Algunas niñas llegan sin
decir nada, ni una sonrisa, una lágrima o algo que me diga que es lo que hacen
en la dirección. ¿Qué les pregunta la directora? ¿cómo es el examen? Mi nombre,
ese es mi nombre. Me levanto como resorte, camino hacia la salida del salón
tomo el pasillo central y ahí vienen otras compañeras que me ven con cara
expectante, ¿qué…? “Shh,” me dice la
señorita Ernestina, “no vale platicar”. Me pregunto por qué el secreto, toco la
puerta de la dirección y un “Entra” me invita a pasar. La puerta se cierra, mi
primer examen de lectura inicia.
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El camión se movía mucho y a cada tramo del camino su cuerpo
respondía con un brinco. Agarrada de un tubo se mantenía sentada en su lugar.
Ella podía analizar a cada uno de los pasajeros a partir de su mirada. Tenía el
don de descubrir secretos pero no podía decirle a nadie de esta cualidad, sus
amigas imaginarias se lo impedían. Angie, decía que eso ocasionaría problemas
futuros; Debie, sólo le decía que no era el momento, debía aprovecharse y
registrar todo para que cuando pudiera obtener un provecho, entonces sí
utilizar los datos recabados. Así, ella
optaba por mantenerse a raya con sus dos compañeras invisibles. No hablaba mucho
pero esto lo compensaban sus ojos inquisidores. En este viaje descubría cosas
que en la ciudad no era posible percatarse.
Lo primero, había diferentes clases de personas: alegres, tristes,
indiferentes, enojonas, quejumbrosas, y muchos tipos más. Por ejemplo, el
hombre que estaba sentado junto a ella despedía un olor a leña quemada, manos
callosas, pies ajados en huaraches, piernas cansadas, brazos cortos marcados
por el sol al igual que su cara. Y sus ojos, despedían una mirada de hartazgo
que a ella le dio miedo cuando al final descubrió su secreto. Prefirió observar
a la niña en brazos que una señora de ojos llorosos abrazaba con fuerza a cada
tirón del camión. Angie y Debie guardaban silencio y la dejaban sola como sus
padres que la subieron a la buena de Dios en esa aventura de visitar a sus
abuelos al pueblo de los muertos.
*******
Empecé con la lectura. La directora me observaba con sus
lentes bajos. Ahí supe de sus miedos ocultos. Me sentí valiente y leí de
corrido las frases que sonaron huecas, vacías porque mis pensamientos volaban a
una dimensión alterna. Angie y Debie, inseparables me acompañaron.
Las vi junto a mí mientras como un libro abierto recorría la
vida pasada, presente y futura de la maestra Agatha, la directora de la
escuela. Segundos bastaron y supe que el cáncer estaba ahí ya instalado,
esperando, me sentí profundamente triste. Aún no entendía este don maldito.
Terminé la lectura examen que era una fábula de Esopo de mi
libro de lecturas. La había leído cientos de veces, era una de mis favoritas. Ella dejó a un lado sus
lentes y dijo sonriente “Aprobada”. No
sentí alegría, sólo tristeza, le di las gracias y salí. Me topé con algunas
compañeras y vi sus miradas interrogantes. Debie, al oído sólo susurró una
palabra, venganza, y yo puse una cara tan impasible y vacía como la que mis
compañeras me habían regalados minutos antes.
****
Domingo, día de salida oficial en casa. La familia aborda el carro que sólo
cada fin de semana se usa, la ciudad es pequeña y es mejor caminar, piensa su
padre. La calle principal pocas veces se congestiona y está a sólo una cuadra de la pequeña casa que
antes rentaba y a la que ahora han vuelto a habitar, después de pintarla y
asignar un cuarto para cada dos niñas. Ahora son cuatro las hermanas, ella comparte
el cuarto con su hermana Mary y sus otras dos hermanas Vale y Lika el segundo.
Nada es como antes. Ahora todo era responsabilidad. Los años aumentan el grado
de conciencia y todo ha de juzgarse entre el bien y el mal. Angie y Debie lo
saben y se lo recuerdan cada segundo. De visita en casa de su padrino, a ella
le gusta jugar con las muñecas de Lucy, la hija del dueño de la casa. Sólo que
Angie le dice que está mal que no las pida y Debie le dice que para eso están
ahí, para jugar. La deducción de su
análisis es: las muñecas no se tocan son decoración, siempre están en el mismo
lugar. Lucy no juega con ellas, su mamá la regaña si lo hace, eso es seguro
como lo indica la mirada de su madre. Su opción, jugar a escondidas y dejarlas
tal y como las encontró en cada visita.
***
“En Mocorito, soy feliz” se dice una y otra vez, mientras se
sienta en el regazo de su Tata que la mece en la silla de vaqueta, su trono
oficial que recarga en la esquina del muro del abarrote.
Todos los primos nos peleamos por esa silla chaparrita, en
cuanto llega un cliente corro a sentarme antes que me la ganen. Mi Tata tiene
la cabeza casi blanca y orondo me dice que por cada pelito negro que le
encuentre me dará 5 pesos. La tarea es difícil pero no imposible, al final me
paga con un rico pan lleno de perlitas de colores de los que hace mi tío Chuy
en la panadería.
Y mi Lola me regala un vasote de chocolate con leche bronca.
Me gusta el pueblo de papá, sobre todo cuando llueve y huele a tierra mojada, y
todavía más cuando se viene el aguacero y el sol brilla más que nunca en el
cielo señal de que está pariendo una venada, como dice mi Lola. Me imagino un
bambi tierno que toma su primer baño y me lanzo al terrado junto con mi prima
Lupita a bañarnos en la pileta mientras llueve.
***
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