Yolanda Petra

Corría el año de 1943 y en Sinaloa había en ese entonces, según el último censo en 1940, 492 821 habitantes cuando en México no alcanzábamos, todavía, los veinte millones; dos terceras partes de la población vivía en zonas rurales y el número de personas analfabetas mayores de diez años alcanzaba esa misma proporción pues más de 7 millones no sabían ni leer ni escribir. En Sinaloa, la proporción de habitantes iletrados era más alta, casi podía hablarse de un cincuenta por ciento. Mientras tanto, en el entorno global, España se levantaba de la guerra civil y, Europa en su conjunto, América y Asia se enfrascaban en la Segunda Guerra Mundial; millones de personas eran marcadas por la historia de la intolerancia, el hambre y la muerte. Un entorno difícil para aventurarse al mundo.  Ese año nació mi madre. Suelo pensar en ella como una florecita violácea que crece entre las rocas, y cuanto más pienso en ello más de acuerdo estoy en que los nombres marcan pauta en nuestras vidas. Yolanda Petra, flor de violeta en piedra. Si lugar, tiempo y nombre marcaran destinos inamovibles quien ahora escribe no existiría. Pero los vaivenes y dificultades forjan caracteres y voluntades cuando la semilla es buena. Si el terreno es agreste, la economía y el aprovechamiento de los recursos es esencial. Mi madre trabaja su terreno incansablemente, aún en épocas flacas se mantiene firme y ha desarrollado raíces profundas para que los embates de la naturaleza física y humana no la hagan desfallecer. Su capacidad de resiliencia es resultado de su búsqueda espiritual. Es esa florecita que ora con fe y se oxigena en cada aspiración y suspiro. Aunque a primera vista pareciera frágil tiene una savia enriquecida por esa búsqueda profunda del agua que da vida. Mi madre es fortaleza y me enseña con ejemplo viviente que no importa a qué dificultades se nos exponga si mantenemos los pies firmes y la vista al cielo, podemos doblarnos, quebrarnos, caer y, en cada una aprovechar para sanarnos, reunir fuerzas y levantarnos de vuelta sin claudicar. A su lado, cuatro florecitas la circundamos y ella, para nosotros es un álamo a cuya sombra nos guarecemos. Poco a poco ese terreno agreste en el que se abrió paso esa violeta se fertiliza y nosotras, sus podos a los que nombra, victoriosa, nacida en primavera, hermosa modestia y luz brillante como el sol somos herederas de un diamante más valioso que el de un Rajá, somos depositarias de una semilla pequeñita como la mostaza: la fe que nos ha mostrado con su propia vida como obra. ¡Gracias madre mía!



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