Cap. 2 - Dime que fue sólo un sueño.
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Dime que fue sólo un sueño.
II
Los parámetros que determinan lo bello de su extremo
opuesto, suelen carecer de definiciones exactas, cada cual tiene libre albedrío
para elegir su métrica.
Me observo al espejo y me pregunto a los
ojos si soy feliz. Y sí, lo soy. Feliz en mi diferencia que me permitió salir
al mundo. El reflejo de mis ojos se pierde cuando me encuentro con ellos, hago
contacto con lo que soy. Consciente de mi origen andariego, nómada, desconocido
e imaginado. Mi madre me parió en una cueva oscura donde el eco de los lobos
mordía cada noche la luna llena de octubre. No supe nunca la fecha, pero tiempo
después cuando crecí, supuse que fue la noche en la que la luna se ocultó por
un instante, asustada por un luminoso bólido que cayó del cielo haciendo que la
penumbra cediera paso a una luz cegadora. Y me imagino ahí, tirada, pedazo de
carne y pelo en un rincón como en un teatro que, de repente, alumbra al actor,
haciendo mi primer acto de aparición y, en lugar de aplausos, se escucha el
estruendo del meteorito que cuarenta años después será conocido como el de
Bacubirito. Mi destino, el espectáculo parecería imposible si se considera que
madre e hija, pasamos más de dos años escondidas en la sierra del norte de Sinaloa,
comiendo raíces y bebiendo agua de arroyos, en una época convulsa donde se
gestaba, apenas un estado independiente. Tiempos difíciles, que para nosotros eran
lo habitual, lo conocido, así siempre ha sido el mundo.
Hoy que veo a la distancia de tiempo y lugar, estoy segura que he olvidado muchas cosas y que me he inventado una historia tal y como mi marido Lent me ha enseñado, tan sólo para sobrevivir. No recuerdo si mi madre me quería, pienso que así debió ser porque de lo contrario me habría abandonado a mi suerte. Quizá nunca me quiso, sólo el instinto animal de proteger a la cría la hizo atenderme en los primeros años, porque cuando, finalmente, nos establecimos en un poblado donde conocí a otras personas como mi madre, ella no me llamó nunca hija, ni yo recuerdo haberla llamado, siquiera, alguna vez, mamá. Ella, Espinosa, así la nombraban, regresó al pueblo conmigo, después de que en el año de la desaparición del Estado de Occidente, se le había dado por perdida, pensando acaso que la historia de Ocoroni pudiera ser marcada por la de una simple mujer que se pierde y reaparece con un niña, fruto de la cruza de un humano con un animal. Qué más prueba viviente que esa realidad irrefutable ante los ojos de ese puñado de personas.
Y ahora, en Nueva York, esta creencia se extiende ante mi público en el Gothic Hall. Me gusta ser diferente, me acostumbré desde pequeña a ser el foco de atención.
Reconozco en cada mirada un signo de interrogación y me gusta alimentar esa extrañeza. He aprendido a pulir mis encantos para hacer contraste entre mi apariencia, gestos y trato. La brutalidad de lo animal contra lo sublime de lo llamado “humano”. Cuando llegué a Ocoroni supe que no era como aquellos que me señalaban, Espinosa un día me llevó a la iglesia donde una vez a la semana iba un representante de la fe católica, como los primeros evangelizadores de la región, herederos del Padre Gonzalo de Tapia que hace más de doscientos años murió a manos del indígena Nacaveba. Ahí frente a un pequeño altar, escuché la voz de Espinosa responderle al párroco, Julia, así se llama.
Sobre mi cabeza, un chorro de agua cayó mientras escuché tres veces, Julia, Julia, Julia. Las luces se encienden completas y luzco ante el público arrobado que me aclama, después de cantar; el telón cae y regreso al camerino con mi corsé entallado, a punto de reventar, porque por dentro exploto de emoción. Lent se acerca sonriente con los ojos brillando, extiende su mano, toma la mía y la acerca a sus labios mientras me dice, Qué dulce canto, my Darling, qué espectáculo, J’ai t’adore.
Hoy que veo a la distancia de tiempo y lugar, estoy segura que he olvidado muchas cosas y que me he inventado una historia tal y como mi marido Lent me ha enseñado, tan sólo para sobrevivir. No recuerdo si mi madre me quería, pienso que así debió ser porque de lo contrario me habría abandonado a mi suerte. Quizá nunca me quiso, sólo el instinto animal de proteger a la cría la hizo atenderme en los primeros años, porque cuando, finalmente, nos establecimos en un poblado donde conocí a otras personas como mi madre, ella no me llamó nunca hija, ni yo recuerdo haberla llamado, siquiera, alguna vez, mamá. Ella, Espinosa, así la nombraban, regresó al pueblo conmigo, después de que en el año de la desaparición del Estado de Occidente, se le había dado por perdida, pensando acaso que la historia de Ocoroni pudiera ser marcada por la de una simple mujer que se pierde y reaparece con un niña, fruto de la cruza de un humano con un animal. Qué más prueba viviente que esa realidad irrefutable ante los ojos de ese puñado de personas.
Y ahora, en Nueva York, esta creencia se extiende ante mi público en el Gothic Hall. Me gusta ser diferente, me acostumbré desde pequeña a ser el foco de atención.
Reconozco en cada mirada un signo de interrogación y me gusta alimentar esa extrañeza. He aprendido a pulir mis encantos para hacer contraste entre mi apariencia, gestos y trato. La brutalidad de lo animal contra lo sublime de lo llamado “humano”. Cuando llegué a Ocoroni supe que no era como aquellos que me señalaban, Espinosa un día me llevó a la iglesia donde una vez a la semana iba un representante de la fe católica, como los primeros evangelizadores de la región, herederos del Padre Gonzalo de Tapia que hace más de doscientos años murió a manos del indígena Nacaveba. Ahí frente a un pequeño altar, escuché la voz de Espinosa responderle al párroco, Julia, así se llama.
Sobre mi cabeza, un chorro de agua cayó mientras escuché tres veces, Julia, Julia, Julia. Las luces se encienden completas y luzco ante el público arrobado que me aclama, después de cantar; el telón cae y regreso al camerino con mi corsé entallado, a punto de reventar, porque por dentro exploto de emoción. Lent se acerca sonriente con los ojos brillando, extiende su mano, toma la mía y la acerca a sus labios mientras me dice, Qué dulce canto, my Darling, qué espectáculo, J’ai t’adore.
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