Cap. 9 Dime que fue sólo un sueño.
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Dime que fue sólo un sueño.
El yin y el yang están
presentes en el universo personal como en el circundante.
Marco y Dayana recostados cada uno en las
tumbonas de cemento del Jardín Botánico mantenían una conversación
intrascendente. Ella con sus ojos cerrados sentía el sol sobre sus párpados
mientras en su cerebro se formaban puntos luminosos, rojos, amarillos, blancos
y naranjas producto del encandilamiento. Él la tomaba de la mano y cantaba un
estribillo raro tomado de una melodía de Plaza Sésamo en pleno disfrute de la
compañía. Las hojas del árbol de achiote y sus frutos rojizos enmarcaban la
imagen de esa pareja de jóvenes que, en igualdad de circunstancias soslayaban
el hecho de encontrarse tirados sobre esas losas encementadas realizadas con
mezcla de agua residual producto del lavado de mantas que cubrían los cuerpos
asesinados de “encobijados”. El aroma
del Huele de noche pasa desapercibido por la combinación de los distintos tipos
de plantas, tan sólo, se respira un agradable olor a vida ahí en ese
microcosmos botánico que se atesora en el centro de la ciudad. El trino de los
pájaros y cierto movimiento de hojarasca son pistas inequívocas de que no sólo
es vida vegetal.
Ciudad de contrastes, vida y muerte, se
respira. Dayana saca su celular y empieza fotografiar desde su perspectiva. En
el cielo capta una uña de luna que se ha negado a esconderse ante la llegada
del sol. A su derecha, Marco que hace rato soltó su mano y que con su cachucha
en la cara se cubre los ojos. Al frente, el Arco de las Flores, estructura de metal
y flores aromáticas en la que el acero se vence ante la delicadeza de las
flores y éstas se yerguen con la envergadura del férreo metal. A su izquierda,
el rojo natural de la planta condimento y colorante de bocas femeninas por
antonomasia y, allá al fondo, se divisa
la obra de Richard Long, esa mancha de piezas de cuarzo blanco que le provocan
a Dayana una extraña sensación de orfandad y olvido. Vuelve su cuerpo sobre la
tumbona y observa a sus espaldas a través del lente de su celular, conservando
la imagen verde y coloreada de las plantas que circundan esta sección del
paraje.
Vamos, vamos, Marco, levántate vamos a
jugar a la Blancanieves. Los dos corren con quince años menos, tomados de la
mano hacia el perímetro de verja circular que amuralla a un colchón y cojín en
mármol bañado por el follaje de un árbol con flores rosadas. Entran a la torre
simulada y Dayana se recuesta, cierra sus ojos y espera el beso del príncipe. Marco
la observa, se hinca frente a aquella imagen, acerca su cara a la de Dayana que
aprieta una sonrisa. De pronto, una voz fingida y chillona se escucha,
Blancanieves soy yo Tontín tu enanito consentido, mira que ya puedo hablar,
dice Marco riendo a carcajadas y haciéndole cosquillas. Dayana suelta la
carcajada y salta del colchón sonriendo, vaya qué podía esperar de ti, bonito
príncipe, vaya despertar a la realidad. Se toman de la mano y sus quince años
menos regresan. Salen del mágico espacio tomados de la mano y caminan por el
estrecho sendero escuchando el riachuelo de la zona Zen y con su mirada barren
los largos bambúes que ocultan la luz. Cada uno en su planeta, Marte y Venus, o
quizá uno propio construido por su concepción del mundo y su historia personal.
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